Capítulo 38| La entrada al infierno.

6 2 0
                                    

LA ENTRADA AL INFIERNO.

Maia cerró los ojos con fuerza, podía notar impregnados en sus parpados las imágenes que iban desvaneciéndose en su cabeza; cada recuerdo que, con el dolor de su alma, deseaba nunca olvidar. Llevaba haciéndolo desde que llegaron de la Tierra, desde que cruzaron el portal y, lo hizo aún más, cuando todos mantuvieron el silencio, con miedo alguno de contar lo que había sucedido.

Por ello, con las sabanas sobre el cuerpo, Jeremiel a su lado durmiendo y sus manos acariciándole el rostro, no pudo evitar rezar por lo bajo, rezarle a un dios que se suponía era ella, rezar porque eso era lo que hacía cada vez que sentía el corazón salírsele del pecho. Rezaba por no poder detener una guerra, por tener que arriesgar la vida de los demás, incluyéndola suya.

Abrió los ojos, inspeccionó a Jeremiel; los labios entreabiertos, el cabello negro cayéndole como cascada sobre la frente y un sonrojo particular sobre la piel pálida que se veía aún más pálida contra la luz color ceniza que entraba por la ventana. A la rubia se le encogió el corazón de verlo lleno de paz, durmiendo. Parecía indefenso y tan débil que quiso abrazarlo para la eternidad, protegerlo tanto que ni él o sus amigos tuviesen que pelear contra Castriel cuando sabía, con una certeza tan dolorosa, que él era mucho más fuerte que todos ellos juntos.

Maia se cubrió la boca, un sosollo pesaroso se estancó contra la palma de su mano. ¿Qué sucedía si su plan, el que ella sola había planeado, no salía bien? Aspiró con fuerzas, morirían, ahí su respuesta.

—Jeremiel... —su voz fue apenas un murmullo contra su palma. Agradeció, no quería despertarlo, lo único que quería era saborear el nombre de él. Sentir cada letra en su paladar por si llegaba a morir primero— Jeremiel...

Volvió a cerrar los ojos. Las imágenes de sus hermanos abrazándola la embargaron por completo, luego su madre, los tres sentados frente a una mesa y ella contándole todo. ¿Por qué su madre no la quería? Reprimió el llanto, ya había llorado demasiado. Debía ser fuerte, salir adelante y evitar que Castriel creara su propio paraíso.

Para ello debía ir al infierno.

Se levantó despacio, miró a Jeremiel de reojo y se deshizo de las sabanas, uno a uno colocó sus pies en el suelo frio, y cuando se cercioró de que el pelinegro seguía dormido avanzó de puntillas hasta el armario. Tomó el traje de combate, se vistió y salió de la habitación mientras se colocaba las botas.

Silencio.

La claridad de la noche sobre los pasillos. Podía jurar que, de aguantar la respiración, escucharía los copos de nieve estancarse en el desagüe. Miró a los lados, las luces apagadas, la brisa que siempre se mantenía helándole la piel y la habitación de armas a unos cuantos metros.

Avanzó. Cruzó varios pasillos y se adentró a la habitación de armas, su espada relucía entre las demás; la empuñadora blanca, dos alas doradas talladas en ella y el filo brillante, pulido y filoso. La guardó en la funda y se la cargó tras la espalda.

Recorrió los pasillos hasta llegar a las escaleras subterráneas, donde una chica de ojos grises, labios rojos y cuerpo esbelto la esperaba apoyada contra la pared. Maia saludó a Nesta con un gesto cuando terminó de bajar los escalones.

—He esperado demasiado —murmuró la demonio, irritada— me he perdido una fiesta sensacional, ya sabes... muchos humanos deseosos de sexo.

Maia sonrió, una sonrisa que encajaba la perfección con su rostro sonrojado.

—Lo siento mucho —se disculpó— pero hemos durado más de lo esperado en la tierra y...

Nesta la interrumpió con un movimiento de manos. La pelinegra llevaba un vestido corto, tan corto que Maia pudo verle la navaja atada a debajo de las mallas rotas. Se preguntó si Nesta se daba cuenta que existían problemas mayores a perderse una fiesta de humanos.

LAGRIMAS #2✅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora