Cuatro.

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Finalmente había sucedido y lo había disfrutado. No era el momento ideal, en mis fantasías, nunca estaba yo postrada en una cama con decenas de tubos, saliéndome por todas partes. Seguramente mi aspecto era deplorable y sin embargo eso no le había importado.

Andrew me había besado. Dentro de mí no cupo otra cosa que una cálida sensación que se expandió por cada rincón de mi cuerpo, era una extraña mezcla de felicidad y emoción. Debo admitir que era algo que nunca había sentido antes, con ningún otro chico.

Mi lista, tal y como algunas chicas la denominan, no era muy larga que digamos. Ni siquiera había una lista. Sí, había salido con un par de chicos en algunas ocasiones pero nunca había sido algo serio. Todo terminaba siempre en un “espero que se repita” o peor en un “hasta luego”. No más llamadas, no los volvía a ver o si lo hacía en la escuela, apenas si nos sonreíamos mutuamente.

Así que se podía decir, básicamente, que era una total inexperta en eso de las relaciones románticas. Y no me avergonzaba de ello, en lo absoluto. Cuando iba a reuniones familiares y me hacían aquella obligada y absurda pregunta —“¿Y el novio?”— contestaba educadamente un “no tengo”. Sin embargo esta ocasión era diferente. Me sentía extraña porque ¡era Andrew! Era mi mejor amigo y no sabía cómo debía comportarme y mucho menos cómo sentirme.

Traté de calmarme un poco para poder hablar y después de un momento mis mejillas volvieron a su color natural. Entonces fue cuando me atreví a encararlo:

—¿Por qué?

—Tenía ganas de hacerlo.

Su respuesta dejó al aire aún más preguntas, más dudas que deseaban ser aclaradas. Pero sabía que no era el momento. Ambos estábamos tan confundidos por lo que acababa de suceder y por lo que iba a pasar ahora. Eso me hizo pensar en el futuro, ¿después de eso qué había? ¿empezaríamos una relación? ¿o trataríamos de olvidarlo? Detuve el hilo de mis pensamientos: yo no quería olvidarlo.

Solté una risita nerviosa.

—Buen momento.

Esbozó una sonrisa cálida, cálida como la primavera.

—Soy tan inapropiado.

—Mucho.

Ambos guardamos silencios, sin saber exactamente qué hacer. Miré incómoda al techo y después de contar el número de losetas que había, desvié mi mirada hacia mis manos. De reojo vi a Andrew. No se veía muy incómodo que digamos, me observaba atentamente, como si quisiera memorizar mi rostro y reproducirlo miles de veces en hojas de papel.

—¿Cuándo podré salir de aquí? —le pregunté, tratando de disipar mi incomodidad.

—No lo sé. ¿Quieres que llame al médico?

—No —me apresuré a decir—. Estoy bien, ¿y mis padres?

—Fueron a casa a bañarse y a descansar un poco. Desde que llegaste aquí, no han descansado ni un solo día. Parecían zombis.

Reí.

—Incluso vino Elena —dijo refiriéndose a mi hermana—, está con ellos. Ella fue quien los obligó a irse.

—¿Y tú?

—Tengo mucho tiempo libre.

—Descansa.

—Estoy bien.

Sacudí la cabeza.

—¿Qué hora es?

—Poco más de la una de la mañana.

—¡Mierda! ¡Vete a dormir!

Lo escuché reírse de mí y me dieron ganas de lanzarle uno de los incómodos cojines de la cama. Puse los ojos en blanco y me revolví incómoda: el esfuerzo me dejó un poco agotada, ¿acaso el cansancio nunca se iría?

Redención.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora