Trece.

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Cogimos un taxi afuera del instituto y pronto, un poco más de lo que dura un suspiro, llegamos a una zona de la ciudad que se me hizo poco conocida. Era parecida a dónde habíamos ido por las hamburguesas, nada más que esta estaba llena de edificios inmensos y residencias lujosas.

Cuando bajamos, lo vi pagar y me pregunté de dónde sacaba tanto dinero a pesar de estar en el psiquiátrico. No cavilé más al respecto, estaba claro que nunca lo sabría. Era Ian de quien estábamos hablando. Ian, el reservado Ian.

Nos detuvimos frente a un edificio de vidrios polarizados y limpios. El sol se veía a lo lejos, escondiendo sus últimos rayos en medio de casonas y construcciones millonarias. La calle estaba sumida en un silencio profundo en cuanto el taxi se marchó. Podía escuchar nuestras respiraciones, contenidas.

Ian avanzó hasta el edificio y entró, como quién lo hace. Lo seguí y vi el vestíbulo, petrificada. Era más elegante de lo que había pensado. Había un enorme candelabro, volando en el centro de la estancia. Sus luces encendían, iluminando los pulcros mosaicos color beige que cubrían todo el lugar. En el centro pude ver el escritorio de maderas preciosas del vigilante. A lo lejos estaban las escaleras y junto a ellas, la puerta del elevador. Sin duda alguna todo parecía tener algo dorado y aparentar, por lo menos, más de lo que un obrero vería en su vida.

—¿Qué es esto? —le pregunté, tímida e insegura ante tanto lujo.

—Mi casa —contestó casi de inmediato Ian.

El vigilante reconoció a mi amigo al instante. Rápidamente corrió hasta donde estábamos nosotros y lo saludó efusivamente.

—Señor Hatcher, ¿cómo ha estado? ¡Hace tiempo que no lo veía!

—He tenido… asuntos pendientes.

—Me imagino —sonrió y dirigió la mirada hacia mí.

Ian no pareció notarlo porque se disculpó cortésmente y nos dirigimos al elevador. El ascensor no me sorprendió en lo absoluto. Era de un lindo color azul y resonaba una agradable música que era, en cierto punto, irritante. Bueno, en realidad todo lo era en ese lugar. Había demasiado lujo para mi gusto.

El ascensor se detuvo en el noveno piso, muy muy arriba del piso, estaba claro. Ian salió y caminó por un largo pasillo hasta el final, donde levantó un extintor y tomó una llave. Salí del elevador y vi que abría el departamento contiguo donde yo estaba.

Ian hizo ademán de que yo entrara primero y me quedé helada. Si el elevador y el vestíbulo se me hacía exagerado, su departamento lo era MUCHO más.

Todos los muebles debían de valer lo suficiente como para alimentar a un país subdesarrollado. Las paredes estaban cubiertas por un fino tapiz, diferente al feo que había en el hospital, y todo parecía estar bajo un código perfecto de combinación.

La sala era inmensa con una enorme chimenea, y ni se diga del comedor y de la enorme cocina, pulcra y cromada. Había un balcón cerca del pequeño bar que tenía y al fondo pude ver un pasillo con varias puertas que deduje que se trataban de habitaciones.

—Sígueme —pidió.

Él no se dio cuenta de mi asombro o si lo hizo, disimuló muy bien. Lo vi caminar rumbo al balcón y lo seguí.

La vista era maravillosa, perfecta. La ciudad se extendía perfecta ante nuestros ojos de mortales; el horizonte estaba cubierto de pequeños puntitos de luz que juntos creaban un paisaje inolvidable. La luna resplandecía por encima de nuestras cabezas y pude ver un par de estrellas que se asomaban en medio de un cielo ya oscuro.

Redención.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora