Treinta y dos.

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Terminé de leer la carta y ya era un mar de lágrimas.

Me había llevado varios días terminarla, no porque fuera larguísima sino porque quería disfrutarla, quería aprovechar al máximo ese efímero momento en el que Ian me abría su corazón a través de palabras escritas sobre papel.

Había leído el alma de Ian. Por fin sabía qué lo atormentaba, quiénes eran sus fantasmas. Había conocido finalmente a Mía y me había enterado de que después de ella había existido otra mujer, Savannah. Supe porqué había ido a Saint Patrick y me había confesado lo mucho que me amaba.

Era demasiada información qué procesar.

Cerré mis ojos, tratando de controlar un poco mi llanto. Afuera se escuchaba el viento y la rama del árbol estrellarse contra mi ventana de vez en cuando. Limpié las lágrimas con las yemas de mis dedos y Andrew, que me había estado acompañando en la lectura de esa epístola todo ese tiempo, me miró con ternura.

—Ya la terminé. Por fin sé quién es Ian Hatcher —suspiré entre gemidos.

—¿Y quién es? —quiso saber, por su tono pensé que él ya lo sabía.

—No existen palabras suficientes para decirte quién es.

—Has encontrado alguien que te ama, alguien que te ama con la misma intensidad con la que yo lo hago.

Sus palabras me dejaron con un nudo en la garganta, como si se tratara de una despedida y el detalle es que yo no quería decir adiós. Nadie quiere hacerlo. “Adiós” es una de las palabras más horrorosas que existen.

—¿Nunca te has preguntado porqué me puedes ver? —dijo de pronto.

Su pregunta me hizo sonreír. ¿Qué si lo había hecho? ¡Miles de ocasiones!

—Varias veces —dije, un poco más tranquila.

—Quería asegurarme de que ibas a estar bien. Me aterraba pensar que te ibas a dejar caer y que nadie estaría ahí para ayudarte a levantar pero ahora sé —susurró, mirando las hojas—, que hay alguien que lo puede hacer mejor que yo…

—Andrew…

—Permíteme terminar, Noelle. Él te ama en todas las formas en que una persona puede ser amada, créeme que ahora que sé que estarás a salvo.

—Suenas como si fueras a decir adiós, deja de hacerlo —repliqué.

—Tal vez lo haga. ¿Te puedo decir algo?

—Que no sea “adiós”.

Sonrió.

—Cuando el profesor Rickman nos asignó como compañeros supe que eras la indicada, Noelle.

—Eres un cursi.

—Puede —dijo, mirándome a los ojos.

Nadie dijo nada por unos minutos. No precisamente porque no tuviéramos algo que decir. En realidad, por mi parte, quería decirle tantas cosas en ese momento, hacerle tantas preguntas y llenar todos esos momentos que habíamos dejado pasar sin decir algo. El detalle es que eran tantas cosas que ni siquiera sabía por dónde empezar.

—¿Cómo es allá? —le pregunté, con la garganta cortada, avecinándome a lo que estaba por suceder.

—Hermoso —suspiró sonriendo—. Es como… nunca dejo de estar feliz, no hay dolor, no hay tristeza, no hay drama. Los extraño, claro, a ti y a mis padres y a veces hay ocasiones en las que me da miedo saber que sufren por mi ausencia, pero sé que están bien. Él los protege y ahora sé que Ian lo hará por mí.

Redención.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora