Treinta y tres.

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—¡Feliz cumpleaños, Noelle! —exclamó.

—Gracias, Ian.

—¿Lista para escapar? —preguntó, sonriendo.

—Tengo un par de condiciones.

—Adelante —asintió, instándome a hablar.

Suspiré y traté de no ver sus ojos azules para no desconcetrarme.

—No será para siempre, quiero regresar a terminar el colegio —sonreí—, no es tan malo después de todo. Y tengo un baile, algo tonto… habrás ido a cientos… y quería que fueras mi cita… Esas son las únicas condiciones. La segunda si no quieres lo entenderé es algo… ¿tonta?

Se echó a reír.

—¡Pensé que era algo realmente complicado!

Lo observé, indignada.

—No me malinterpretes, amor mío. Pensaba traerte a casa, no quiero que tus padres me odien por siempre y que crean que te he secuestrado (aunque debo admitir que esa idea cruzó un par de veces mi cabeza) y claro que no es tonto eso del baile. Será divertido.

Su sonrisa me convenció.

—Ahora démonos prisa que llegaremos tarde.

Sus dedos se entrelazaron con los míos y después de recoger mis libros, me llevó con él.

El destino fue Rodanthe, Carolina del Norte. Era obvio que Ian Hatcher no se conformaría con un cómodo sitio en la ciudad, él era un poco más espectacular, por no decir mucho.

El avión despegó a la hora en que los boletos decía, justamente cuando el sol se escondía detrás de los edificios de la ciudad. Ian pasó un brazo tras de mí y me atrajo hacia sí, pude aspirar el aroma de su loción.

—Te extrañé, hipster.

—Yo también, i… Ian.

Lo escuché reír y ambos guardamos silencio el resto del camino. Disfrutamos de la presencia del otro, de nuestros silencios, de la manera en que nos sumíamos en nuestros pensamientos.

Llegamos una hora después y un coche nos llevó a la costa de la ciudad. El cielo ya estaba completamente oscuro y ya cuando nos acercábamos a la playa, pude ver que se comenzaba a salpicar de bellas estrellas color plata.

El conductor nos abrió la puerta y cuando bajé pude ver que la playa, o al menos esa zona, estaba práctica desolada a excepción por una casa que se erigía en medio de la arena.

—Siempre quise una casa así —dije, admirándola con vehemencia cuando estuve frente a ella.

La casa era de madera, de tres plantas y con un enorme balcón que fungía también como terraza en el último piso. Las paredes estaban pintadas por un azul tenue que combinaba con los marcos blancos de las ventanas y puertas. Su fachada asemejaba a una de esas viejas casonas de los 50’s, sin embargo, ésta parecía ser reciente.

—La compré como casa de verano hace años, para Mía y los niños.

—Es perfecta.

En su interior estaba prácticamente vacía. Lo único que habían en su enorme estancia era una mesa para dos con platos, copas y cubiertos y un bonito mantel color blanco. De la cocina emergía un olor sumamente delicioso y sólo hasta ese momento me di cuenta que estaba famélica.

—Siéntate —pidió con dulzura Ian.

Lo obedecí y me senté en una de las sillas y lo admiré mientras sacaba la comida del horno. Su expresión de concentrado me hacía sonreír como tonta.

Redención.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora