Treinta y cuatro.

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Tomó mi mano y admiró las cicatrices rosáceas que surcaban la fina piel de mi antebrazo. Hacía mucho tiempo que no me detenía a observarlas. En realidad ese capítulo de mi pasado había sido cerrado desde que Ian había entrado a mi vida.

—¿Por qué? —susurró mientras acariciaba una de ellas con la yema de sus dedos.

Bajo cualquier otra circunstancia no me hubiese atrevido a hablar pero, por primera vez en mi vida, quería hacerlo. Por primera ocasión quería hacerlo, quería repetir en voz alta ese sufrimiento que me había llevado hasta ese punto en mi vida. Entonces hablé, conté la historia.

—No lo sé. Era una tonta, soy una tonta. Tenía o tengo prácticamente todo. Unos padres, una gran hermana, a Andrew; una casa, escuela; casi todo lo que pedía me era dado en charola de plata —suspiré—. Pero aunque tuviera prácticamente todo… me sentía vacía, me sentía como un cero a la izquierda. Siempre lo era. Y… —vacilé—, me dolía saber que no era lo suficientemente buena, lo suficientemente perfecta como para tener todo lo que tenía en ese momento.

“Me odiaba. Odiaba mi cuerpo, odiaba mi forma de ser, odiaba a Noelle. Hubo un tiempo en que dejé de comer y cuando lo hacía vomitaba de inmediato; hubo un tiempo en que las drogas pasaron a ser parte de mi vida; hubo un tiempo en el que el alcohol era mi amigo, ¿pero sabes? Nada me hacía sentir mejor. Ninguno quitaba la presión, ninguna me hacía ser más perfecta. Había tanta presión, inexistente ahora que lo pienso, por ser mejor y por cumplir con las expectativas de todos que, la única manera de deshacerme de ella, era cortándome. Así el dolor emocional se iba porque había llegado el dolor físico. Y estaba mejor.

“Recuerdo mi primer corte, aún con tanta vividez que temo volver a caer, temo volver a anhelar la navaja deslizándose sobre mi delgada piel, fría y filosa. Ahora que prácticamente lo he dejado, me aterra saber que en cualquier momento lo vuelva a hacer. Me da miedo lo que pueda llegar a hacer. Me da miedo la Noelle que hacía eso y que a veces trata de tomar posesión de mí.

No me di cuenta que mis ojos ya estaban empañados a causa de las lágrimas. Era la primera ocasión que decía lo que en verdad me había sucedido y la sensación que siguió era inmensa.

—¿Alguien lo sabía? ¿Qué pasaba con Andrew?

—Cuando se enteró Andrew me hizo prometerle que lo dejaría de hacer. Recuerdo que me había dicho que mi vestido de graduación no se vería bonito con cicatrices pero ¿sabes? A mí no me importaba un estúpido vestido. ¿Qué podía saber Andrew? Ahora sé que tenía razón, estas cicatrices me van a seguir el resto de mi vida. Serán un fiel recordatorio de lo estúpida que una persona puede llegar a ser.

—Todos tenemos cicatrices, Noelle. No todos en la piel, pero sí en el alma —musitó con dulzura—. Son recuerdos de batallas, batallas que bien pudimos haber perdido, o bien pudimos haber ganado. Pero son batallas al fin y al cabo.

Nadie habló en un buen rato. Ian estaba sumido en sus pensamientos y yo sólo veía pasar en mi mente, como si se tratase de una película, todo lo que había vivido en el último año. ¿Cómo mi vida había cambiado tanto? Hacía un año, a principios de otoño, Andrew y yo estábamos disfrutando de nuestro último año en la preparatoria, felices, jóvenes y libres. Éramos los dos contra el mundo.

Y ahora, después de un año, él ya no estaba. Yo estaba recuperándome tras estar en un hospital psiquiátrico y comprometida con Ian. 365 días habían pasado desde el último otoño con Andrew y yo ya era una persona totalmente diferente. Y esa diferencia residía en que yo había encontrado por fin mi redención. Y mi redención tenía nombre: Ian Hatcher.

—Lo hice —pensé en voz alta—. Tú alejaste el dolor y la presión y por fin pude ser feliz.

***

Redención.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora