Catorce.

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Sentí martillear la sangre detrás de mis oídos y mi boca secar. Lo que hice fue mecánico, tomé el rastrillo y lo oculté bajo mi ropa. Debo admitir que ni siquiera lo pensé dos veces, hacía días que no veía una navaja y ahora, que la tenía frente a mí, la anhelaba. Anhelaba sentir su frío metal en contra de mi piel, tan vulnerable y fina.

Salí, tratando de aparentar normalidad. Violeta me estaba esperando en la puerta y apenas le dirigí una mirada de agradecimiento a Ian, no obstante, él ni siquiera me estaba viendo. Seguía ensimismado en sus pensamientos, ajeno a lo que estaba pasando.

No dije nada más y salí de ahí, rumbo a mi alcoba. Violeta me escoltó, a un lado mío y después de que se asegurara que estuviera en la seguridad de mi cuarto, la vi marcharse. Fue cuando decidí sacar el rastrillo y lo admiré, con vehemencia.

Me aparté la manga de mi blusa color negro y entonces vi las vendas de aquel episodio en la bañera, bordear mis muñecas. Solté el rastrillo y lo escuché resonar cuando cayó al piso. Lo pateé, asustada y me fui a la cama.

Esa navaja que reposaba en el piso era la que me había llevado a ese lugar, a enojarme con Andrew, a arruinar mi vida hasta cierto punto. Pero me había llevado a conocer a Ian y me di cuenta que ya lo quería más de lo que pudiese soportar.

Y por alguna extraña razón me volví a abalanzar sobre ella y la tomé, extasiada. Repetí la misma escena que hace unos momentos, me aparté la manga y, un poco más debajo de mis vendas, la enterré lentamente. Salió sangre, no demasiada, esta ocasión me medí un poco porque no quería que nadie se enterara de lo que acababa de suceder. El dolor se hizo presente, provocando un intenso ardor en mi delgada piel. Sí, había dolor físico pero el que estaba dentro de mi pecho se había ido nuevamente, estaba bien.

Pero por alguna extraña razón ese momento resultó efímero.

Mi conciencia, los recuerdos de Andrew, de mi familia e incluso de Ian me recriminaron por haberlo hecho otra vez, por no haber siquiera dejado pasar más de dos meses sin hacerlo. Una vez más había demostrado mi debilidad y eso era mil veces peor. Lancé la navaja y me eché a llorar. Estaba harta de hacerlo, ya no quería llorar, ya no quería hacerlo, de verdad… pero las lágrimas seguían saliendo, como si mi subconsciente hubiese abierto un grifo y se negara a cerrarlo.

Me maldije a mí misma y maldije todo lo posible el resto de la noche. Me quedé despierta, no dormí en lo absoluto. Mi conciencia o fuera lo que fuera que seguía recriminando por haber cedido, no se calló.

Cuando los rayos del amanecer se filtraron a través de mi ventana, me fui a dar una larga ducha. Mientras el agua se calentaba, admiré las cortadas que me había hecho esa noche, a ese punto de cicatrización, eran finas líneas rojas y un tanto hinchadas. Los vendajes seguían ahí y me tomé la libertad de quitármelos. Bajo de ellos descubrí líneas un poco más gruesas que las otras y se seguían viendo rojizas. Asustada por los recuerdos, por mis fantasmas personales, me puse como pude las vendas y me metí a duchar.

Mi estómago rugió cuando estaba lista. Me había puesto algo cómo: un pantalón de deporte y una camisa holgada, de manga larga, color blanco. Mi cabello rubio —aunque ya estaba un poco decolorado— lo había atado en una cola de caballo.

Salí a desayunar y a buscar a Ian para agradecerle por lo del día anterior. En el pasillo ya estaban transitando los enfermeros del turno de día, se veían reparados y listos para lidiar con nosotros. Decidí ir primero a almorzar porque mi estómago no había dejado de protestar un solo momento, recordé que lo último que había comido había sido esa enorme hamburguesa que lamentablemente no terminé y, después de haber sido descubiertos por la estúpida de Violeta, ¡solamente Dios sabía cuándo volvería a comer comida decente!

Redención.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora