Mía y yo comenzamos a salir en esa primavera. Al principio éramos la comidilla de la universidad, todos hablaban de nosotros. Unos consideraban que éramos la pareja perfecta, mientras que otros que era un idiota que se aprovecharía de Mía y que después de un par de revolcones, me aburriría de ella y la abandonaría. ¡Pero claro que no haría eso! La quería tanto, ¡por primera vez quería alguien el doble de lo que me quería a mí mismo!
Claro que pronto les callamos la boca.
Un par de años después nos graduamos, ella de Sociología, yo de Arquitectura. Ella regresó a Tennesse y yo a la ciudad, prometimos que después de un par de semanas con nuestras familias nos reuniríamos en NY a iniciar nuestra nueva vida juntos. Estaba decidido a casarme con ella.
Recuerdo haberle dicho a mi madre la mañana en que partiría a Nueva York mi plan. Ella estaba un poco triste de que me marchara, Sara seguía en Suiza porque estaba por entrar a la universidad y ni siquiera se había aparecido en vacaciones. Ahora Susan, mamá, se enfrentaba nuevamente a la soledad y a la inmensidad de la casa que compartía con mi padre.
Susan lloró de felicidad cuando terminé. ¡Me casaría con una muchacha decente, de familia influyente, que me quería tal y como era! Creo que es el sueño de todo padre, aún no lo sé.
Mamá me entregó el anillo de mi bisabuela, que tanto había guardado con recelo para que se lo entregara. Recuerdo haberlo tomado, entre mis dedos, y vi que era perfecto para ella.
No esperé un segundo más y tomé el avión rumbo a NY. Ella llegaría un par de horas después así que la cité en el Empire State Building. Mía llegó a tiempo y la vi, perdida entre ese mar de personas, con maleta en mano, buscándome. Me precipité hacia ella y la besé.
-¿Podemos ir ya al hotel? -preguntó, cansada.
-No. Debo hacer algo.
Mía me observó confundida y después se puso lívida al ver que me arrodillaba frente a ella.
Saqué del bolsillo de mi chaqueta el anillo y le dije:
-Quiero casarme con el amor de mi vida, pero creo que casarme contigo está bien.
Ella puso los ojos en blanco y rió, nerviosa.
-¿Me harías el honor de soportarme cada día, por el resto de nuestras vidas?
-Sí -susurró, sonriente.
Y ahí, en medio de esa edificio, ajetreado por la gente de Nueva York, nos comprometimos.
La boda se celebró un par de meses después en una casa de campo cerca de Los Hamptons. La recepción fue inmensa, fueron todos los socios de papá, conocidos, amigos, no tan amigos, compañeros de la universidad y una que otra celebridad que mi madre se regodeaba en conocer pero sobretodo, mi invitada especial fue Sara. A pesar de que se marchó al día siguiente porque tenía clases el lunes, me agradó verla ahí. También asistió la familia de Mía, sus conocidos, sus amigos y tantos desconocidos para mí que se acercaban a felicitarme y a advertirme que si algo le hacía a Mía, me las vería con ellos. Al final del día, enumerar las felicitaciones-amenazas era algo imposible.
Nuestra vida juntos, los dos breves años que estuvimos juntos, fue maravillosa, Noelle. Puedo asegurarte que fui tan feliz como lo he sido contigo. Mía sacaba lo mejor de mí y yo trataba de hacer lo mismo, pero es imposible cuando esa persona ya es perfecta.
Vivimos en Nueva York todo ese tiempo. La idea de venir a la ciudad o a Tennesse a vivir con nuestras familias a ninguno nos pareció, creo que estábamos mejor los dos solos en La Gran Manzana.
Nuestro departamento estaba ubicado cerca del Central Park, fue lo más céntrico que encontramos para su trabajo como profesora en la Universidad de Columbia y mi empleo en la firma al otro lado de la ciudad.
Vivíamos bien, éramos felices, nada nos faltaba.
Pero pronto inició nuestro fin.
Mía se empezó a cansar al más mínimo esfuerzo, correr por el Central Park le tumbaba todo el día en cama. Habían moretones en sus brazos, en su abdomen, en sus piernas. Le dolían los huesos y la mayor parte del tiempo tenía escalofríos.
Al principio pensé que era una hipocondriaca, pero su aspecto, débil y cada vez más delgado, me preocupó.
Ella se aferraba a la idea de que era una gripa que no se le quitaba, pero yo no podía dejarlo en una simple gripa cuando ella se consumía lentamente. Así que hice que fuera al doctor y que le hiciera todos los resultados habidos y por haber que me aseguraran de que ella estaba bien y que efectivamente era una simple gripa y no lo peor.
A los pocos días de haberle hecho los análisis, el médico nos llamó y por el tono de voz que percibí en el teléfono supe que eran malas noticias. Recuerdo que Mía estaba acostada, cubierta apenas por una manta, a pesar de que afuera, la ciudad ardía en un cálido día de verano.
La desperté con cuidado y después de ayudarla a ponerse su abrigo, salimos rumbo al médico. El doctor nos recibió en su consultorio. Estaba revisando los análisis, tratando de encontrar mejores noticias en aquellos papeles.
-¿Y bien? -preguntó Mía.
Lo escuché suspirar.
-La señorita Mía tiene un cuadro de leucemia un poco avanzado.
Ante sus palabras mi corazón se detuvo. ¿Mía? ¿Por qué tenía leucemia? Traté de encontrarle el sentido real a todo eso pero no podía. ¡Entre todas las personas del mundo a ella le había dado cáncer!
-Podríamos tratar de controlarlo un poco con quimioterapia -dijo el médico-, pero lo mejor sería consultar a un oncólogo lo antes posible.
Mía se mostró impasible ante las observaciones del doctor y ni siquiera dijo nada de camino a casa.
-Mía, te pagaré el mejor oncólogo del país -susurré cuando estacionamos el coche frente a nuestro edificio-, tú vas a vivir, amor mío.
Ella sólo asintió.
Esa noche ninguno de los dos logró dormir. Sólo nos abrazamos y esperamos a que los primeros rayos de sol se filtraran sobre la ventana para iniciar con nuestras actividades. Ninguno mencionó durante el desayuno nada que no fuera relacionado con que hacía falta algunas cosas de la alacena y que debíamos pagar un par de tarjetas.
La acompañé hasta la universidad y después fui a mi trabajo. En cuanto me senté en el escritorio le llamé a mi madre. Cuando el comuniqué acerca del cáncer de Mía, la escuché llorar. Susan prometió contactarse con el mejor oncólogo lo antes posible y me llamaría para concertar la cita.
Así fue, a las pocas horas, mi madre se comunicó conmigo y dijo que el médico estaba en Seattle, en un hospital de renombre y que me esperaba a la mañana siguiente en punto de las cinco de la tarde.
No cupe en la dicha, ¡el médico atendería a Mía!
Durante la cena se lo solté. Sencillamente no podía seguir manteniendo ese noticiononón en silencio. Mi esposa me miró, cansada y trató de sonreír un poco:
-De algo sirvieron las infuencias de mi madre -le dije, sonriente.
-Supongo. ¿A las cinco, dices?
-Sí.
Esa noche hicimos el amor. No era como el sexo al que estábamos acostumbrados, esa ocasión había sido diferente. Había sido especial, estaba lleno de esperanza, nos aferramos el uno del otro como si eso nos fuera a mantener por siempre con vida.
A la mañana siguiente, desperté muy temprano para ir a correr al Central Park, ni siquiera me molesté en despertarla, desde hacía días ya no me acompañaba, prefería quedarse dormida, abrazada a una almohada, tratando de recuperar fuerzas para el día.
Me puse unos tennis y corrí un buen rato alrededor del parque, cuando regresé, Mía se había metido a bañar y cuando estuvo lista, nos fuimos a Seattle en avión.
Llegamos a un hotel del centro y Mía fue a dormir un poco en lo que llegaba la hora de comer. Recuerdo que me había acostado a su lado y se había acurrucado conmigo.
-Ian -repuso-, quita esa cara de muerte -se burló.
-Estoy preocupado -admití.
-¿De qué? En un par de horas estaremos con el mejor oncólogo y seguro que nos dará las mejores noticias, ¡yo lo sé! -dijo, entusiasta-. Ahora, quita esa cara y sé feliz.
Sonreí ante su optimismo. La miré una vez más y vi que se seguía conservando igual de guapísima que siempre. Seguía siendo mi Mía.
Besé su frente con ternura y nos quedamos dormidos.
Cuando despertamos bajamos a comer y después tomamor un taxi que nos llevó al hospital. Ahí nos recibieron en un elegante consultorio y mientras el doctor llegaba, mi esposa tomó mi mano y sus ojos me indicaron que todo saldría bien.
Pronto el médico apareció. Era un hombre alto, de unos cincuenta y pocos años. Su cabello estaba plateado ya y sus ojos hundidos, parecía cansado.
Se presentó como Edward Isaacs, su acento era británico.
Le pasamos los estudios de inmediato, necesitábamos una respuesta lo más pronto posible. Lo vi sentarse y recargarse en el respaldo de su butaca, mirando los resultados, interpretándolos.
Cuando terminó, por su expresión, deduje que esa mínima esperanza que había albergado ese día, se había extinguido.
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Redención.
Teen FictionNoelle tiene un problema: se corta. Andrew, su mejor amigo, de quien vive secretamente enamorada, le ha pedido que lo deje de hacer. Entonces un intento de suicidio la lleva al hospital psiquiátrico. Ahí conocerá a Ian. Diez años mayor que ella. Con...