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La luz del sol entraba por las ventanas de mi habitación en la torre de Gryffindor cuando desperté. Me levanté de la cama y comprobé que mi prima, Madeleine Parkbey, seguía durmiendo profundamente.

—Made —la llamé y la sacudí ligeramente por el hombro—, despierta.

Ella abrió lentamente sus ojos azules y me miró con impaciencia. Largo rato después, yo ya estaba lista para ir a clases, pero ella aún no. Buscó en su baúl una enorme bolsa llena de todo tipo de maquillaje, comenzó a maquillarse y tardó largo rato en decir que era suficiente.

—Deberías arreglarte un poco más —dijo, mirándome de arriba abajo—, o nadie se va a fijar en ti.

Intenté no tomar a mal su comentario y me limité a encogerme de hombros.

—Sabes que eso es lo que menos me preocupa —dije.

Ella me miró como si le pareciera imposible comprenderme y salió de la habitación. Hacía pocos días que habíamos empezado nuestro cuarto año de estudios en Hogwarts, consulté mi horario y descubrí, con decepción, que teníamos clase de pociones con los de Slytherin. Hice un gesto de impaciencia y me encaminé al gran comedor, para desayunar. Le estaba poniendo mantequilla a una tostada, cuando entraron los búhos del correo y uno de ellos dejó caer dos cartas sobre mi regazo. Reconocí de inmediato la letra, pertenecía a mi tío Remigius y había una nota de su esposa Clarissa, al final de la hoja. Le entregué su carta a mi prima y me concentré en leer la mía mientras terminaba de desayunar.

Más tarde, estaba esperando junto a mi prima para entrar en el aula de la clase de pociones, cuando apareció la persona más desagradable que había conocido. No pude contener el gesto de fastidio. Tom Riddle me miró, con el mismo desprecio de siempre y se aseguró de empujarme al pasar junto a mí.

—No me toques, Riddle —murmuré en un tono a penas audible, pero cargado de reproche.

—No te emociones, Parkbey —replicó, en un tono de voz aparentemente despreocupado, pero yo ya sabía que iba a decirme algo ofensivo—, yo nunca te tocaría voluntariamente.

Entonces apareció en su rostro aquella sonrisa radiante que me resultaba tan insoportable. Lo miré con todo todo desprecio que pude y recordé que lo había odiado desde la primera clase que habíamos tenido juntos, cuando había fingido tropezarse para tirarme el contenido del caldero encima y que no terminara la poción primero que él. Para mí era un alivio que estuviéramos en distintas casas, porque así no tenía que verlo más que unas pocas horas a la semana. Pensé en empujarlo también o incluso en lanzarle algún hechizo, pero mi prima me tomó del brazo para alejarme de él.

—Emily —susurró, sin soltarme—, si le haces algo nos van a quitar puntos, por favor contrólate.

Intenté calmarme, y miré a Madeleine, que estaba mirando a Riddle, con creciente interés.

—Es un imbécil —dije en voz baja.

—Sí, es una verdadera lástima, dado lo guapo que es —dijo ella, como para sí misma.

Fruncí el ceño y miré a Riddle. La verdad era que nunca lo había mirado con demasiada atención, me resultaba tan odioso, que prefería ignorarlo en la medida de lo posible. Él profesor llegó y entramos en el aula. Como casi siempre, Riddle se sentaba justo a mi lado.

—Hoy vamos a aprender a preparar antídotos para los venenos más comunes —explicó el profesor Slughorn—, y como ya saben, hay puntos para la casa de quienes logren que sea efectivo, así que deben esforzarse.

Con un movimiento de varita, hizo aparecer los ingredientes en el pizarrón. Miré a Riddle, que estaba a mi izquierda, e intercambiamos la habitual mirada desafiante. A continuación, me hice un moño en el cabello y me recogí las mangas de la túnica hasta los codos. Durante la siguiente hora, me concentré en preparar el antídoto lo mejor que pude, y solo apartaba la mirada del caldero para ayudarle a Madeleine, que odiaba preparar pociones y siempre tenía problemas. Slughorn consultó su reloj y comenzó a entregarle a cada estudiante una botella de vidrio con un corcho, para que vertiéramos el antídoto allí. Rápidamente escribí mi nombre en un trozo de pergamino y lo pegué a la botella.

—Ahora vamos a probar si el antídoto que prepararon es efectivo —anunció el profesor—, ¿algún voluntario?

Riddle levantó la mano.

—Yo creo que debería hacerlo Emily Parkbey, señor —sugirió en un tono muy cordial—, digo... puede que los antídotos que hicimos no funcionen y...

Lo miré, fingiendo no tomarlo en serio y sonreí.

—Yo sé que sabes que mientras yo viva siempre habrá alguien mejor que tú —le dije, con más suavidad de la que quería en un principio—, pero no creo que por eso tengas que envenenarme.

La sonrisa burlona que iluminaba su rostro desapareció lentamente, y dejó de mirarme. Slughorn, que ya estaba acostumbrado a nuestras discusiones e intercambio de comentarios ofensivos, llamó a uno de los de Slytherin y a otro de Gryffindor, y con eso dio por zanjado el asunto. Por el resto de la clase, Riddle no me miró ni una sola vez y permaneció en silencio, con la vista fija en la pared que estaba frente a él. Después de probar todos los antídotos, los únicos que funcionaron fueron el mío y el de Riddle, que abandonó su expresión meditabunda y sonrió con orgullo. Al final, el profesor le dio diez puntos a Slytherin y diez puntos a Gryffindor.

Recogí mis cosas, me solté el cabello y me puse bien el uniforme. Cuando iba saliendo del aula, Riddle pasó por mi lado, y al igual que hacía siempre, no se olvidó de empujarme, pero yo ya estaba lista, así que estiré un poco el pie para hacer que se tropezara. Estuvo a punto de caerse, y cuando recuperó por completo el equilibrio, me miró con auténtico odio. Yo me limité a encogerme de hombros y sonreír con diversión.

—Eres insoportable, Parkbey —dijo, entre dientes.

—Tú eres claramente peor que yo —le respondí.

Se acomodó el oscuro cabello con los dedos y me miró mal una última vez antes de alejarse caminando rápido en compañía de los demás chicos de Slytherin con los que se juntaba. Mi prima me tomó del brazo y me miró con impaciencia.

—¿Hasta cuándo van a seguir ofendiéndose cada vez que se ven? —inquirió, con fastidio.

—Eso no lo sé —respondí con toda sinceridad y me encogí de hombros—, no hay manera de que nos llevemos bien.

𝕺𝖉𝖎𝖔 || 𝕿𝖔𝖒 𝕽𝖎𝖉𝖉𝖑𝖊Donde viven las historias. Descúbrelo ahora