Capítulo 7

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Durante el trayecto hasta el restaurante solo puedo pensar en Zoë, en su cruel comentario final, y en el poco tacto que había tenido al soltarlo así justo antes de desaparecer. Bueno, en todo este tiempo le he suplicado miles de veces que me hable de nuestros padres, le he rogado que me cuente cualquier cosa, por trivial que sea. Pero en lugar de complacerme y decirme lo que necesito saber, ella empieza a ponerse nerviosa, cierra la boca y se niega a explicar por qué ellos no han aparecido todavía.

Cualquiera pensaría que el hecho de estar muerto haría que una persona se volviera un poco más amable, algo más agradable. Pero Zoë no. Es igual de irritante, consentida y exaltada que cuando estaba viva.

Sally deja el coche al mozo del aparcamiento y nos dirigimos hacia el interior del edificio. En cuanto observo el gigantesco vestíbulo de mármol, los enormes arreglos florales que lo decoran y las impresionantes vistas al océano, me arrepiento de todo lo que acabo de pensar. Zoë tenía razón. Este lugar es realmente chic. El colmo de lo chic. El tipo de sitio al que vas con una cita... y no con tu antipática sobrina.

El maître nos conduce hasta una mesa adornada con velas encendidas y un conjunto de salero y pimentero que parecen pequeñas piedras plateadas. Cuando me siento en la silla y miro a mi alrededor, apenas puedo creer lo glamuroso que es este lugar. En especial si se compara con la clase de restaurantes que solía frecuentar.

Sin embargo, tan pronto como ese pensamiento cruza mi mente, freno enseco. Ya no tiene sentido examinar las fotos del antes y del después, repasar una y otra vez en mi cabeza ese archivo de «cómo solían ser las cosas». Con todo, estar cerca de Sally hace que resulte difícil no hacer comparaciones. El hecho de que sea la melliza de mi padre es como un recordatorio constante.

Pide vino tinto para ella y un refresco para mí; después echamos una ojeada a nuestras respectivas cartas y elegimos la cena. Y en el momento en que nuestra camarera se marcha, Sally sonríe y se coloca detrás de la oreja un mechón de su cabello, cortado a la altura la barbilla.

—Bueno, ¿cómo va todo? —dice—. ¿Qué tal el instituto? ¿Y tus amigos? ¿Todo bien?

No me malinterpretéis, quiero mucho a mi tía y le agradezco todo que ha hecho por mí. Pero el simple hecho de que pueda manejar un jurado compuesto por doce personas no significa que se le den en las pequeñas charlas. Aun así, me limito a mirarla antes de responder:

—Sí, todo va bien. —Vale, tal vez a mí tampoco se me den muy bien este tipo de conversaciones.

Ella coloca su mano sobre mi brazo con la intención de añadir o más, pero, antes de que pueda pensar siquiera las palabras necesarias, me pongo en pie.

—Vuelvo en un momento —murmuro. Estoy a punto de tirar la silla en mis prisas por desandar el camino que hemos seguido hasta la mesa; no me molesto en pedir indicaciones, ya que la camarera con la que acabo de cruzarme me ha echado un vistazo y se ha preguntado si me dará tiempo a salir por la puerta y recorrer el largo pasillo.

Sigo la dirección que ella me ha indicado sin saberlo y atravieso un pasillo lleno de espejos (gigantescos espejos de marcos dorados situados en fila uno detrás de otro). Hoy es viernes y el restaurante está lleno de invitados a una boda que, según puedo «ver», jamás debería celebrarse. Un grupo de personas pasa junto a mí y sus auras remolinean con una energía tan exacerbada por el alcohol que llega a afectarme; me siento mareada, con ganas de vomitar, tan atolondrada que cuando echo un vistazo a los espejos veo una larga cadena de Percy's devolviéndome la mirada.

Entro con torpeza en el baño, me aferró a la encimera de mármol y lucho por recuperar el aliento. Me obligo a concentrarme en las macetas de orquídeas, en las lociones perfumadas y en la pila de gruesas toallas situada sobre una enorme bandeja de porcelana. Comienzo a sentirme mejor, más tranquila, más centrada, bajo control.

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