Capítulo 17

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Anoche, cuando Percy se dignó llamar por fin (o al menos supuse que sería él, ya que en la pantalla solo aparecía «número privado» ), envié la llamada directamente al buzón de voz. Y esta mañana, mientras me preparaba para ir al instituto, he borrado el mensaje sin ni siquiera escucharlo.

—¿No sientes curiosidad? —pregunta Zoë, que gira una y otra vez en la silla de mi escritorio haciendo que su pelo engominado hacia atrás y su brillante disfraz negro de Matrix parezcan una mancha difuminada.

—No.

Clavo una mirada furiosa en la sudadera de Mickey Mouse, todavía en la bolsa, y después elijo otra que él no me ha comprado.

—Bueno, podrías haber dejado que lo escuchara yo; así podría haberte dicho si había algo importante.

—Ni hablar. —Me retuerzo el cabello para formar un moño y le clavo un lápiz para mantenerlo en su lugar.

—Bueno, no la pagues con tu pelo. ¿Qué culpa tiene él? —Se echa a reír. Pero al ver que no respondo, me mira y dice—: No te entiendo. ¿Por qué estás siempre tan enfadada? Lo perdiste en la autovía y él olvidó darte su número de teléfono. Vaya una cosa. ¿Cuándo te has vuelto tan paranoica?

Sacudo la cabeza y me doy la vuelta, a sabiendas de que tiene razón. Estoy enfadada. Y paranoica. Y las cosas están aún peor. Soy el mismo bicho raro de siempre: la que se cabrea con facilidad, escucha los pensamientos ajenos, ve las auras y percibe a los espíritus. Pero lo que mi hermana no sabe es que hay más cosas en esa historia de las que estoy dispuesta a compartir con ella. Como el hecho de que Rachel nos siguió hasta Disneyland. Y que Percy siempre desaparece cuando ella está cerca.

Me giro hacia Zoë y sacudo la cabeza al ver su brillante disfraz.

—¿Hasta cuándo vas a seguir fingiendo que estamos en Halloween?

Ella cruza los brazos y hace un mohín.

—Hasta que me dé la gana.

Y cuando veo cómo tiembla su labio inferior, me siento como la mayor cascarrabias del mundo.

—Mira, lo siento —le digo antes de coger la mochila para colgármela del hombro. Ojalá mi vida fuera algo más estable; ojalá encontrara algún tipo de equilibrio.

—No, no lo sientes. —Me dirige una mirada asesina—. Es obvio que no.

—De verdad que lo siento, Zoë. Y no tengo ganas de pelear, créeme.

Ella niega con la cabeza y eleva la vista al techo mientras golpetea la alfombra del suelo con el pie.

—¿Vienes? —Me dirijo a la puerta, pero ella se niega a responder. Así que respiro hondo y digo—: Venga, Zoë. Sabes que no puedo llegar tarde. Ven conmigo, por favor.

Mi hermana cierra los ojos y sacude la cabeza. Cuando vuelve a mirarme, tiene los ojos enrojecidos.

—Por si no lo sabes, ¡no tengo por qué estar aquí!

Me aferró al picaporte. Tengo que irme, pero sé que no puedo hacerlo; no después de oírle decir eso.

—¿De qué estás hablando?

—¡De esto! ¡De todo esto! De ti y de mí. De nuestras pequeñas visitas. No tengo por qué hacer esto.

La miro fijamente con un nudo en el estómago. Deseo que se calle, que no diga nada más. Me he acostumbrado tanto a su presencia que jamás he considerado una alternativa; nunca he pensado que podría haber otros lugares en los que ella preferiría estar.

—Pero... creí que te gustaba estar aquí... —le digo. Siento un doloroso nudo en la garganta, y mi voz revela el pánico que me embarga.

—Y me gusta estar aquí. Pero, bueno, puede que no sea lo correcto. ¡Puede que mi lugar esté en otro sitio! ¿Nunca te lo has planteado? —Me mira con los ojos cargados de angustia, de confusión, y aunque está claro que ya voy a llegar tarde al instituto, me niego en rotundo a irme ahora.

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