Capítulo 29

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La mañana del 21 de diciembre, bajo las escaleras para dirigirme a la cocina. Y a pesar de que me siento mareada, tengo los ojos llorosos y estoy resacosa, disimulo a las mil maravillas a la hora de prepararme un café con tostadas, ya que quiero que Sally se marche al trabajo creyendo que todo va bien para poder regresar a mi habitación y sumergirme en la bruma líquida. En el preciso instante en que oigo su coche saliendo del camino de entrada, tiro los Cheerios por el sumidero y corro escaleras arriba hasta mi habitación.

Saco una botella de debajo de la cama y desenrosco el tapón, anticipándome al efecto que ese líquido dulce y cálido tendrá en mis entrañas. Sé que aplacará mi dolor y hará desaparecer mis miedos y preocupaciones hasta que no quede nada.

Aunque, por alguna razón, no puedo dejar de mirar el calendario que hay colgado encima de mi escritorio. La fecha atrapa mi atención, grita, saluda y me golpea, como un molesto codazo en las costillas. Así pues, me levanto y me acerco al calendario para contemplar el recuadro vacío: ninguna obligación, ninguna cita, ningún recordatorio de cumpleaños a la vista; solo las palabras SOLSTICIO DE INVIERNO escritas en letra de imprenta negra, una fecha que al editor debió de parecerle importante, pero que a mí no me dice nada.

Vuelvo a tumbarme en la cama, apoyo la cabeza sobre las almohadas y doy otro largo trago de vodka. Cierro los ojos mientras me atraviesa esa maravillosa sensación de calidez que me recorre las venas y alivia mi mente... lo mismo que solía hacer Percy con una simple mirada.

Doy otro trago, y después otro, demasiado rápido, demasiado imprudente, de forma muy distinta a como lo he practicado. Pero, ahora que he resucitado su recuerdo, solo quiero eliminarlo. De modo que continúo así, bebiendo, sorbiendo, engullendo... hasta que por fin puedo descansar, hasta que Percy desaparece por fin.

Cuando despierto, me invade una cálida y serena sensación de amor. Como si estuviera envuelta por un dorado rayo de sol, tan a salvo, tan feliz, tan segura que deseo quedarme en ese lugar y vivir allí para siempre. Cierro los ojos con fuerza para aferrarme al momento, decidida a lograr que perdure, pero solo hasta que siento un cosquilleo en la nariz, un aleteo casi imperceptible que me hace abrir los ojos y bajarme de la cama de un salto.

Me llevo la mano al pecho. Mi corazón late con tanta fuerza que puedo sentirlo bajo la palma mientras contemplo la pluma negra que alguien ha dejado sobre mi almohada.

La misma pluma negra que llevaba la noche que me disfracé de María Antonieta.

La misma pluma negra que Percy se llevó como «recuerdo» .

Y en ese momento sé que él ha estado aquí.

Le echo un vistazo al reloj y me pregunto cómo es posible que haya dormido tanto. Cuando examino la habitación, veo que la pintura que había dejado en el maletero de mi coche está ahora apoyada contra la pared del fondo. Alguien la ha dejado ahí para que yo la vea. Pero en lugar da la versión de Percy de Mujer de pelo amarillo que yo esperaba, me enfrento a la imagen de una pálida chica rubia que recorre un oscuro cañón lleno de niebla.

Un cañón igual que el que aparece en mi sueño.

Y, sin saber por qué, cojo mi abrigo, me pongo unas chancletas y echo a correr hasta la habitación de Sally. Allí recupero las llaves de mi coche que ella escondió en un cajón y corro escaleras abajo hacia el garaje, sin tener ni idea de adonde voy ni por qué. Lo único que sé es que tengo que llegar allí y que lo descubriré cuando lo vea.

Conduzco hacia el norte por la autopista de la costa pacífica en dirección a Laguna. Me abro camino en el embotellamiento habitual de Main Beach antes de girar en Broadway y esquivar a los peatones. Y, en el mismo momento en que logro dejar atrás las calles atestadas, piso el acelerador y conduzco siguiendo mi instinto. Me alejo varios kilómetros del centro de la ciudad antes de cruzarme por delante de un coche que viene en dirección contraria y frenar en el aparcamiento de la reserva natural. Me guardo en el bolsillo las llaves y el teléfono móvil y salgo corriendo hacia el sendero.

La niebla se extiende con rapidez, lo que hace que resulte difícil ver el camino. Y aunque hay una parte de mí que me pide que dé la vuelta y regrese a casa, me veo impulsada a seguir adelante, como si mis pies se movieran por voluntad propia y lo único que pudiera hacer fuera seguirlos. Meto las manos en los bolsillos para protegerme un poco del frío, que me hace temblar, y sigo avanzando. No sé adonde voy, no tengo ningún destino en mente. Lo sabré cuando lo vea, de igual forma que supe que debía detener el coche en este lugar.

En un momento dado, me golpeo los dedos del pie con una roca y caigo al suelo gritando de dolor. Pero para cuando comienza a sonar mi teléfono móvil he logrado convertir los gritos en débiles gimoteos.

—¿Sí? —respondo mientras me esfuerzo por ponerme en pie. Respiro de manera rápida e irregular.

—¿Así es como respondes al teléfono ahora? Porque no me gusta nada...

—¿Qué pasa, Will? —Me sacudo el polvo de la ropa y sigo bajando por el sendero, aunque esta vez con más cuidado.

—Solo quería que supieras que te estás perdiendo una fiesta bastante guay. Y puesto que todos sabemos lo mucho que te gusta la fiesta últimamente, me pareció que debía invitarte. Sin embargo, si te soy sincero, yo no me haría demasiadas ilusiones, porque en realidad es más curiosa que divertida. Tendrías que verlo; hay cientos de góticos en el cañón. Parece una convención de Dráculas o algo por el estilo.

—¿Calipso está ahí? —Mi estómago se retuerce de forma involuntaria cuando pronuncio su nombre.

—Sí, está buscando a Rachel. ¿Recuerdas lo del gran secreto? Bueno, pues se trata de esto. Esta chica no sabe guardar un secreto, ni siquiera uno propio.

—Creí que ya no se movían en ambientes góticos.

—Eso pensaba Calipso también, pero, créeme, se ha cabreado bastante al descubrir que no se ha puesto el vestido adecuado...

Acabo de llegar a la cima de una colina y veo el valle Heno de luces.

—¿Dices que estáis en el cañón?

—Sí.

—Yo también. De hecho, casi he llegado —le digo mientras comienzo a bajar por el otro lado.

—Espera... ¿Estás aquí?

—Sí, camino hacia la luz mientras hablamos.

—¿Has atravesado el túnel primero? Ja, ja, ¿lo pillas? —Al ver que no respondo, me pregunta—: ¿Cómo te has enterado?

«Bueno, me desperté en medio del sopor etílico cuando una pluma negra me hizo cosquillas en la nariz y descubrí una escalofriante pintura profética apoyada sobre mi pared, así que hice lo que cualquier persona mal de la cabeza habría hecho: cogí el abrigo, me puse unas chanclas y ¡salí corriendo de la casa en camisón!»

A sabiendas de que no puedo decirle eso, me limito a callarme. Lo que hace que Will se sienta aún más intrigado.

—¿Te lo ha dicho Calipso? —pregunta con evidente enfado—. Porque me juró que era al único al que se lo había contado. No te ofendas, pero aun así...

—No, Will, te juro que ella no me lo ha dicho. Me he enterado sin más. De todas formas, casi he llegado, así que te veré en un minuto... Si es que no me pierdo en la niebla...

—¿Niebla? No hay niebl...

Y antes de que mi amigo termine de hablar, alguien me arranca el teléfono de la mano. Rachel sonríe y dice:

—Hola, Annabeth. Ya te dije que nos veríamos de nuevo.

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