Capítulo 27

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Me resulta raro no tener a Percy a mi lado en clase de Lengua, dándome la mano, susurrándome al oído,actuando como mi interruptor de apagado. Supongo que me he acostumbrado tanto a tenerlo cerca que había olvidado lo crueles que pueden llegar a ser Bianca y Thalia. Pero al ver sus risas maliciosas y los mensajes de texto que se envían (cosas como: « No es más que un estúpido bicho raro, no me extraña que él se haya marchado»), sé que debo volver a confiar en las capuchas, las gafas de sol y el iPod.

La cosa tiene su ironía. Aunque a mí no me hace mucha gracia, la verdad. Porque para ser alguien que ha llorado en el aparcamiento y le ha suplicado a su novio inmortal que desaparezca para poder sentirse normal una vez más, bueno, es obvio que el resultado no ha sido lo que esperaba.

Ahora, en mi nueva vida sin Percy, los pensamientos y la profusión de colores y sonidos resultan tan abrumadores, tan tremendamente demoledores, que siento un pitido constante en los oídos y me lloran los ojos. Las migrañas aparecen cuando menos me lo espero; invaden mi cabeza, se apropian de mi cuerpo y me dejan tan revuelta y mareada que apenas puedo tenerme en pie.

No obstante, resulta divertido que me preocupara tanto contarles a Will y a Calipso que lo hemos dejado, porque pasó más de una semana hasta que su nombre salió a relucir en una conversación. Y encima fui yo quien lo mencionó. Supongo que mis amigos se habían acostumbrado tanto a su errática asistencia que ni siquiera consideraban extraña su ausencia.

Así pues, un día, durante el almuerzo, me aclaré la garganta, los miré a ambos y les dije:

—Quiero que sepáis que Percy y yo hemos roto. —Y cuando abrieron la boca para intentar decir algo, levanté la mano y añadí—: Y se ha ido.

—¿Se ha ido? —preguntaron ambos con los ojos desorbitados y boca abierta, reacios a creérselo.

Aunque sabía que estaban preocupados y que les debía una buena explicación, me limité a sacudir la cabeza y apretar los labios. No estaba dispuesta a decir nada más.

Sin embargo, las cosas no fueron tan fáciles con la señora Dodds. Unos cuantos días después de que Percy se marchara, se acercó a mi caballete haciendo lo posible por no mirar mi desastrosa interpretación de la obra de Van Gogh y me dijo:

—Sé que Percy y tú erais íntimos, y sé lo duro que debe de resultar para ti, así que he creído que debías tener esto. Creo que te parecerá extraordinario.

Me ofreció un lienzo, pero yo lo dejé apoyado contra la pata de mi caballete y seguí pintando. Sabía con certeza que era extraordinario; todo lo que hacía Percy era extraordinario. No obstante, cuando llevas vagando por el mundo cientos de años, tienes mucho tiempo para convertirte en un maestro en unas cuantas disciplinas.

—¿No piensas echarle un vistazo? —me preguntó la profesora, sorprendida por mi falta de interés por la réplica de la obra maestra que había pintado Percy.

Me giré hacia ella y forcé una sonrisa antes de contestar:

—No, pero le agradezco mucho que me lo haya dado.

Cuando por fin sonó el timbre, me arrastré hasta mi coche y metí el lienzo en el maletero sin mirarlo ni una sola vez.

Will me preguntó:

—Oye, ¿qué es eso?

Pero yo no hice más que poner el motor en marcha antes de responder:

—Nada.

Lo único que no me esperaba era sentirme tan sola. Supongo que no me di cuenta de lo mucho que me apoyaba en Percy y en Zoë para llenar los vacíos, para sellar las grietas de mi vida. Y aunque Zoë me advirtió que pasaría algún tiempo sin visitarme, cuando pasaron tres semanas comenzó a entrarme el pánico.

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