Epílogo

1.2K 95 112
                                    


El nuevo mundo.

Las cosas habían cambiado mucho esos últimos años, y hallar la cura para la plaga que causó el caos años atrás tenía mucho que ver. En ocasiones muy contadas solía recordar cómo era el viejo mundo, cuando las grandes civilizaciones controlaban todo y expoliaban a los débiles, tanto sus recursos como sus tierras, también a sus gentes. Recordaba que la mayor preocupación de muchos se centraba en llegar a fin de mes, ahorrar para una casa o conseguir el mejor futuro para sus hijos, los niños solo pensaban en jugar, los adolescentes, en sus ligoteos y futuro académico, los ancianos, en su pensión y disfrutar de su jubilación tras años de aportación al país. No es que la vida de todos fuera simple, pues, incluso dentro de aquel orden mundial estable, existían muchas desavenencias, mal, dolor, hambre, miseria, guerras... Y todo, absolutamente todo, lo bueno y lo malo, lo mejor y lo peor, todo se detuvo cuando estalló el caos.

La humanidad pasó a tener un enemigo común, al menos después de intentar autodestruirse a sí misma con gigantescos bombardeos y ataques nucleares, por eso de que las viejas costumbres son difíciles de quitar. E, igual que surgió la unión y la bondad, también lo hicieron la maldad y el horror, el caos sacó lo mejor y lo peor de las personas, las verdaderas caras de unos y otros, de los que intentaban sobrevivir y ayudar a quien pudieran y de los que tan solo disfrutaron de poder llevar a cabo sus macabros y sangrientos deseos.

En ocasiones leía la carta de Daniel Lewis, aquel policía de Denver que se convirtió en errante tras perder a su familia, que ayudó en los principios de «Salvus» sin querer unirse nunca y, por desgracia, fue mordido por un Podrido corredor antes de ver su sueño cumplido: «Confío en que algún día todo será mejor, tal vez consigamos sobreponernos y la vida sea más que sobrevivir, que recuperaremos algo del viejo mundo, pero mejor. Espero que, aunque yo no pueda verlo, tú sí vivas ese momento. Por la humanidad, por lo que queda de nosotros». Esas habían sido las últimas palabras escritas por Lewis antes de volarse la cabeza para no transformarse, y ella solo deseaba que ahora estuviese feliz con su esposa y su pequeña Lizbeth, incluso cuando no creía en esas cosas del más allá. La carta de Daniel había sido un soplo de esperanza, también un duro golpe para la misma, pues la muerte de ese buen hombre solo era una muestra de que tener fe no era suficiente, que sobrevivir conllevaba demasiado.

Esa nota de suicidio la había encontrado justo antes de conocer a Ali, de rescatarla, más bien. Y sabía que, de alguna manera, hallar el cuerpo de Lewis en aquella estación de servicio esa noche y molestarse en darle sepulcro, fueron las únicas razones por las que sus vidas se cruzaron en la cala donde, si ella no llega a aparecer, su enlazada habría muerto y, quizás incluso, ella misma hubiese tenido que atravesar su cráneo en algún punto de la historia, sin saber quién era, sin conocer entonces a la persona más importante de su vida, aquella que le mostró que la vida era más que sobrevivir. Alicia Clark le enseñó a sonreír de nuevo, a enfrentarse al pasado, a dar el brazo a torcer ante su testarudez y, por encima de todo eso, a amar de verdad. Se había enlazado con ella y, unos años después, emprendieron la maravillosa aventura de la maternidad, multiplicando exponencialmente su felicidad tras cada día que pasaba. Ali, esa mujer que la acompañó en sus peores y mejores momentos, esa joven tozuda y fuerte, valiente y bondadosa, una chica que se ganó su puesto como exploradora en Griffin y que, por supuesto, llegó a ser una de las mejores; Ali, el amor de su vida, la madre de sus hijos.

Sonrió con dulzura al pensar en su familia al completo, pasando las páginas de su cuaderno hasta llegar a las páginas que custodiaban una foto de los cuatro juntos. Era una instantánea que había tomado ella misma años atrás, a modo de selfie, sosteniendo a Nara en su brazo derecho, con poco más de tres añitos, que venía siendo un clon de ella misma a su edad, con todos los rasgos Lex patentes en ella. Al lado estaba Ali con una enorme sonrisa, igual que su hija, acunando en su pecho al diminuto Nico, de pocos meses, el pequeño de la familia, que dormido parecía un angelito en los brazos de su mamá, pero despierto era un auténtico torbellino, al menos cuando creció y aprendió a gatear, luego a correr, y suerte que no a volar.

SobrevivirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora