8. La vida se trata de vivir

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Se encontraba en medio de la cabaña, dando pequeños paseos de un lado a otro, evidentemente nerviosa. Llevaba demasiados días dándose cuenta de su cambio de actitud con Elyza, y del de la propia exploradora para con ella. Cada vez eran más cercanas, física y metafóricamente, la distancia cuando dormían juntas decrecía, los entrenamientos, las comidas, las labores diarias... Todo lo que compartían se hacía cada vez más íntimo y cercano. Sabía que la capitana Lex se había percatado de sus emociones, nadie, ni siquiera la persona más ciega del planeta, sería capaz de no darse cuenta, y Elyza no era excepción, estaba claro. Huía de esos sentimientos por muchos motivos, entre ellos que no quería sufrir, el miedo a perder era demasiado inmenso en cualquier caso, así como el de no ser capaz de corresponder más adelante ¿y si solo era confusión? La admiraba demasiado, tal vez solo fuese eso, aunque la admiración no debería incluir unas inmensas ganas de cuidar, proteger y amar, tampoco de comprobar a qué sabrían sus besos o cómo acariciaría. Quizás era demasiado indescriptible de dónde provenían sus sentimientos hacia la rubia, tal vez por eso no podía explicarlo y trataba de buscarle un razonamiento lógico a algo que, muy evidentemente, no lo tenía.

Volvió a ir de lado a lado, a su mente acudió ese último instante en la trasera de la cabaña, cuando Elyza le insinuó, porque tenía que ser una insinuación, que si se plantearía ser su amante de caos. Quizás se había confundido, porque lo cierto es que, al menos en ese momento, sus recuerdos estaban borrosos y entremezclados, con un único elemento claro: aquel rostro angelical que portaba la exploradora, con sus celestiales cabellos rubios, esos dos ojos azules místicos y su boca, demasiado sensual y provocativa. Una perspectiva que nunca tuvo de ninguna mujer: el deseo. Deseo que se sumó a todo lo demás y ya le dejaba un poco fuera de posibles intentos escapistas, aunque fue exactamente eso lo que hizo. Huyó cuando sintió que aquel beso podría suceder.

Intentó recordar cómo fue que llegó de nuevo a la cabaña, pero no era capaz, solo sabía que estaba allí, encerrada y dando vueltas sin parar, las mismas que daba Elyza en sus pensamientos. Y, hablando de la reina de Roma, fue ella la que apareció por la puerta, mirándola indescriptiblemente intenso, haciendo que le temblase hasta la última fibra de su cuerpo, llenando todo el ambiente con su presencia y su olor.

En sus ojos había algo salvaje y nuevo, haciendo ver su azul más oscuro, más sensual. Notó la inestabilidad de sus piernas, más a medida que la exploradora se acercaba a ella con pasos firmes y la mirada fija en sus ojos. Retrocedió cada paso que avanzó Elyza, bajo la presión de su cuerpo, llegando a toparse de espaldas con el escritorio, sintiendo la madera contra la línea alta de su cadera, yendo a apoyar las manos atrás casi por inercia, tratando de marcar cierta distancia.

—Ali. —fue el murmullo que salió de los labios de la rubia, ronco y dulce a partes iguales.

Sintió cómo casi pegaba su cuerpo, pero ella ya no podía ir más atrás, pues estaba contra el escritorio, entre el mueble y la escultural anatomía de la exploradora, cuyos salvajes ojos azules la examinaban con demasiada fiereza, mirándola con lo que interpretó que era deseo contenido.

—¿Qué... Qué ocurre? —preguntó con voz muy temblorosa, igual que todo su cuerpo.

—¿Estás segura que me quieres lejos o solo tienes miedo? —inquirió la rubia, acercando su boca peligrosamente.

¿Cuándo le había pedido alejarse? ¿En qué momento había llegado a esa situación? Todo era confuso, demasiado intenso. Y fue a más cuando la exploradora, en un rápido e inesperado movimiento, la tomó por detrás de sus muslos y la sentó sobre el escritorio, colándose fácilmente entre sus piernas, ahora sí, con sus cuerpos en pleno contacto.

—Eh... Elyza... —fue lo que pudo articular, sin ser capaz de creerse lo que sucedía, pues sus caderas fueron tomadas fuertemente y casi sentía su aliento contra su boca.

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