«¿Bestia? ¿Por qué soy una bestia y ellos no? Ellos, que matan gente por gusto, que comen cadáveres de animales, que creen que el mundo es suyo solo por saber razonar a medias.»
Eso era lo que yo pensaba de niño. Ahora, en cambio, ya no me interesa. Hace años que mi mundo se tornó de un bello amarillo y celeste a un árido y gélido gris.
Gris, como sus ojos.
Nadie sabe cómo sucedió, ni siquiera yo y eso que estuve presente. El mundo se había dividido en dos grupos: Dorados y Oscuros, pero esos eran nombres extremistas. En mi pueblo, les decíamos diferente.
Kuviros y Kovas.
Los kuviros eran los dorados, personas esbeltas, prolijas, elegantes y supuestamente superiores. Según ellos, eran los más evolucionados, los más sabios, y los que merecían estar a cargo. ¿Y los kovas? Éramos las bestias, los salvajes, los no domesticables. Comunidades pequeñas llenas de mitos a nuestro alrededor.
Al inicio, tenía solo ocho años. En los mercados mis padres cubrían siempre mi cabeza con una manta, debido a que mis orejas, en la punta de arriba, se tornaban de un tono negráceo, como si tuvieran polvo de carbón. En mis manos siempre habían guantes largos puestos, porque el mismo polvo yacía en mis dedos. Mis ojos no debían disimularse, eran oscuros, algunos kuviros los tenían igual.
Y mis colmillos y garras permanecían ocultos, solo salían en las noches ya que en la luz de día se lastimaban, y, en algunos casos que nunca fueron el mío, salían en ataques de ira o en un desenfreno de emociones.
Ese día que todo sucedió, el Día de la Victoria, como algunos kuviros lo llamaban, mientras que para mi pueblo era un día de silencio y luto.
No recuerdo si estaba nublado o despejado, ni me acuerdo de la temperatura. Solo recuerdo el dulce aroma a arándanos que caía por la colina, y recuerdo haber cerrado los ojos, y haber pensado en mi mamá.Tenía solo ocho años.
Para cuando me di cuenta, los kuviros habían llegado con sus plateadas espadas de mango dorado, corceles que a duros golpes resistían con valentía a sus malos tratos, ojos de distintos tonos de gris y blanco, y la mirada perdida de mi padre sobre una roca llegó a mis ojos.
Estaba muerto. «Papá está muerto. Papá murió.» Papá murió y no volvería. No recuerdo haber llorado, pero mi rostro estaba entumecido, así que no podría saberlo.
Lo próximo fue sentir que alguien me jalaba. Pensé en mamá. Ese alguien cayó al suelo cuando una flecha lo atravesó. No era mamá, era mi hermana.
Mi única hermana, que solo tenía dieciséis. Me quedé tieso, mirando el cuerpo con el rostro inexpresivo. Pensaba casarse con un chico de mi comunidad pero no imaginé que estuviera llorando por ella. Sentí en mi rostro una humedad, quizá lluvia o rocío, o tal vez otra sustancia que no querría mirar. De todas formas, no miré. Aquello era demasiado.
Me acerqué al cuerpo, parecía que el mundo se detenía y yo era el único en movimiento, dejé de oír llantos y gritos, dejé de verlos moverse.
Solo la podía mirar a ella, y ahí supe que comencé a llorar sin siquiera sentirlo. Me preguntaba si despertaría y vendría por mí, o si alguien vendría a salvarme; me preguntaba qué pasaría con su sonrisa y con quienes ella amaba, con quienes la amaban; me preguntaba si le dolió demasiado o solo sintió calma, y, por último, me preguntaba si me amó.
Ella dio la vida por mí. Tenía que amarme, ¿no?
Otro empujón, ya quería dormir. Quería acostarme junto a Gerda y dormir juntos, pero ella no estaba durmiendo. Me quise recostar a su lado. Creí gritar, pero de mi boca no salía nada. Me siguieron empujando y jalando, y cuando la volví a ver, fue desde lejos.
No eran mi salvación. Eran soldados kuviros.
Lo siguiente que aparece en mi cabeza es estar dentro de una jaula, como si fuera un animal salvaje, y eso que en mi comunidad no consumíamos carnes y no tratábamos así a la naturaleza. Era nuestra amiga, no había que someterla.
Pero los kuviros se caracterizaban por querer supremacía, y no comprender la belleza de lo que los rodea hasta que la destrozan.
Cerraron la jaula y esta fue tirada por caballos. Allí habían más niños, cercanos a mi edad, e incluso estaba el amado de mi hermana, quien no dejaba de llorar desconsolado. No creí que estuviera pensando en Gerda, sino en su familia, porque, después de todo y sin importar que lo negaran, mi hermana y él eran niños. Seguían poseyendo un corazón frágil.
Quedé con ganas de ver a mi mamá, pero no quería verla muerta, así que bajé la cabeza cuando pasamos junto a los cadáveres de a montón.
Mi mamá era hermosa, quería recordarla así, no helada, destruida y muerta en el piso, sin saber qué fue de sus hijos, temiendo lo peor, asustada y solo llorando por desear que no fueran esos cadáveres que estaban junto a ella.
Yo era hermoso, y nunca supe qué fue de mi madre. Temí lo peor, asustado y solo observando a los demás niños, deseando que los ojos oscuros de ella no fueran los de alguno de esos cuerpos, deseando que su aroma estuviera intacto, deseando volver a abrazarla una vez más, solo una, porque a los demás no pude ni repetirles cuánto los amaba.
Estaba vivo, y no sabía que esa sería la verdadera tortura.
Era un Kova en un mundo de Kuviros, y no sabía que esa sería mi perdición.
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De oro y bestias© | ✔
Fantasy❝Sabía que me dejaría devorarla si se lo pedía. Después de todo, estábamos hechos de oro y bestias.❞ ━━━━━ Seth es un Kova, seres que según las leyendas atacan salvajemente en las noches, con grandes colmillos y garras, y en el día, cobran forma hum...