Mi pecho arde, no sé cómo logramos llegar a la playa. El auto serpentea y la música en la radio suena a todo volumen. No me molesta el dolor de cabeza, ni las náuseas, lo que me preocupa es ver a Ella manejando en este estado, con una botella en la mano.
No sé si somos nosotras las que damos vueltas, o es el mundo que se ha convertido en una montaña rusa. Estamos estacionadas frente a la casa abandonada y una sensación de haber vivido ya este momento me inunda, bebo otro trago de la botella que descubro que estoy sosteniendo para que se me pase.
La radio sigue sonando, aunque el motor no lo esté haciendo.
Ella sonríe, pero tiene las mejillas demasiado contraídas, los ojos demasiado achinados.
Casi pareciera que alguien desde atrás está estirándole la comisura de los labios, no se ve normal. Quizás debería dejar de preocuparme de esas cosas, mejor tomo otro trago.
—Esos dos son unos imbéciles. —La voz de Ella tiembla, como sus manos.
—No deberías hacerles caso, ¡claro que lo son! —Mi propia voz suena extraña lejana.
Ella camina a la casa y yo la sigo después de tomar la bolsa con el resto de las botellas del asiento trasero. Creo que hay otra dentro, pero está muy oscuro como para asegurarme; además, que ya tenemos suficientes.
—Tú eres mejor que todos ellos juntos —Toma mis manos, sigue riéndose, se ve hermosa—, si te conocieran lo sabrían.
—¿Es por mi culpa que te molestan? —Ella se encoge de hombros y me suelta.
Toma su celular y de nuevo estamos rodeadas de música. Baila con los ojos cerrados mientras termina de beber el contenido de la botella, la inclina en vertical y saca la lengua, intentando atrapar cada gota que cae. Ríe de nuevo y se endereza, dejándola tirada por ahí. Me mira y camina hacia mí, yo no puedo concentrarme por alguna razón, mi mente flota poco a poco y tengo que fijar la vista para que no se me vaya.
—Ellos molestan gente porque son idiotas —Se mueve de lado a lado mientras se acerca, baila—. Dejemos de hablar de eso, ¿qué te pasa a ti?
—No me gusta verte llorar.
«¿Por qué estoy nerviosa?»
Tengo la boca seca, los ojos pesados. Mi risa hace eco de la suya, aun así no me atrevo a moverme, siento los pies engrapados al suelo, y este se mueve como una de las olas que están rompiendo en el acantilado bajo nosotras. El mismo en donde nos reencontramos.
«Las olas que lamen las piedras contra las que Ella estuvo a punto de partirse la cabeza.»
—Ya no estoy llorando, te pasa algo más —Una de mis manos acerca la botella a mis labios, es Mirella ayudándola a moverse—. Anda, bebe un poco, necesitas relajarte.
Doy un sorbo, luego un trago, y otro. El líquido me quema la garganta cada vez menos, el ardor en mi pecho comienza a sentirse bien, se transforma en calidez. Asiento y río de nuevo, la canción cambia y mis caderas empiezan a moverse solas. Ella aplaude y se sube a una de las mesas podridas, que podría romperse en cualquier momento.