11: Fragancia de violetas

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«Quiero hacerlo, ¡claro que sí! Pero sé que no puedo, mejor dicho, no debo

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«Quiero hacerlo, ¡claro que sí! Pero sé que no puedo, mejor dicho, no debo.»

Ya son más de las siete, dormí demasiado y ahora es muy tarde para mi plan inicial. Que nunca existió en primer lugar, así que en parte es mejor haberme quedado dormida.

De todos modos ¡no soporto la espera! Y es imposible volver a cerrar los ojos.

Intento apartar los pensamientos de lo que sea que soñé la noche anterior, repetir las palabras de Mirko en mi cabeza.

«Los avins no pueden tener pesadillas.»

Muy en el fondo de mi mente un gusanillo susurra que debo regresar a la normalidad, que malgastar mi tiempo por más de un día me puede meter en problemas. Es una lástima que el pobre animalito se vea atacado por unos cuantos pájaros recién nacidos que no desean más que callarlo.

Estoy agotada, como si no hubiera dormido.

El espejo me muestra unas ojeras que nunca he visto antes, decido tomar el agua con mis manos a pesar de poder hacerla flotar, me gusta sentirla. Estas manchas color púrpura son similares a las que tenía Ella bajo sus ojos, muestras de cansancio, hastío.

«Es mejor no pensar en cosas malas desde temprano.»

Esta vez bajo las escaleras, entre bostezos, no quiero gastar mis energías en tareas innecesarias, ya no. Ahora tengo un objetivo, una razón hacia la que dirigir mis fuerzas.

Como siempre nadie me ve, o mejor dicho, todos me ignoran.

«¿Algún día me acostumbraré y haré lo mismo?»

Mientras tanto, sigo sonriendo y saludando, aunque me sienta incómoda, ridícula.

Madre siempre ha dicho que la cordialidad es una de las cosas que nos diferencia y esa frase ha quedado marcada dentro de mí.

Afuera, los colores son distintos. Quizás es el cansancio, la resaca mental, el éxtasis que recién conozco. Los sonidos parecen lejanos, al menos la mayoría de ellos. El mundo se mueve en una dimensión lejos de la mía.

Me transporto a la casa de los espejos, esa a la que siempre entrábamos Mirella y yo cuando el circo llegaba a Aldoba. La misma en la que nos perdíamos, reíamos y gritábamos. La que me aterraba, pero me atraía como si estuviera hechizada; quizás lo estaba.

Me tropiezo contra mi reflejo y escucho su voz a lo lejos, en otra vida, mientras me disculpo con el hombre a quien hice derramar el café.

Un reloj suena.

«¿Qué hora es?

Más de las siete, eso es lo único que importa. Ya no puedo, ya es demasiado tarde.

Pero, ¿hacia dónde tengo que doblar para ir a Las Academias?»

La tentación intenta moldearme a su antojo y la falta de costumbre a ella termina por ganar. Doblo a la izquierda, como es usual, como debería; tampoco quiero tener problemas.

...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora