¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
«Hoy es el día de hacer quedar mal a Elara, sin lugar a dudas.»
Justo hoy, sabiendo que nunca hay nadie en la playa —y mucho menos un viernes en la tarde—, un grupito de adolescentes idiotas decide plantarse aquí mismo justo antes de que llegáramos.
Mi cabeza da vueltas con tanta información, me encantaría poder tener tiempo para pensar y digerirla con calma, pero Ella no quiere dejar de hablar. Luego está esa gente sobrante, ideal para acabar con mi agotamiento.
«¡Yo también quería un poco de paz!»
Y estaría más tranquila si, a pesar de todo lo que me ha contado Mirella, no hubiera obviado lo más importante.
No se me ocurre por qué no ha querido mencionar nada acerca del lugar donde vivía, mucho menos de Panorama. Cada vez que toco el tema lo ignora, quisiera saber qué le pasa, poder ayudarla.
Está esquiva, mucho, y eso me causa terror. No puedo negar que algo anda mal, pero me da pánico intentar insistir sobre cosas un poco más personales. Actúa como si quisiera alejarse de todo lo que pueda estar atado a ella.
Quizás sí la está pasando mal y desea olvidarlo, intentando depurar esa información mientras estamos juntas.
«Yo soy su escape, siempre lo he sido, tanto como ella el mío.»
La miro, sus ojos brillan, tiene los labios resecos por hablar demasiado y aún así sonríe antes de tomar otro sorbo de su termo.
Entrelaza sus dedos con los míos y me lleva de la mano hacia la orilla, ignorando a los demás. Yo no puedo dejar de mirarla y un pensamiento fugaz se cruza por mi mente: cada segundo que pasa, está más hermosa.
Sonrío, me transporto a años anteriores y Ella se encoge dentro de mi mente, yo misma lo hago; somos niñas de nuevo.
Comenzamos a caminar por la orilla, echándonos agua y recogiendo caracoles. Escucho las voces al fondo e intento ignorarlas, pero se me clavan en el tímpano como avispas. No tienen derecho a interrumpir este momento, esta playa siempre ha sido de las dos, me niego a aceptar lo contrario.
—¿Sabías que las manzanas cumplen un mejor trabajo en despertarte que el café? —dice entre una cosa y otra—. Esta mañana lo probé y me ha funcionado. Todavía no entiendo cómo puede existir gente esclavizada a él si las manzanas son más sabrosas.
—¿Por qué? —pregunto, de pronto estoy alerta— ¿No dormiste bien anoche?
—¿Oh? —duda, parece sorprendida por escucharlo.
—¿Dormiste bien anoche? —pregunto de nuevo—. ¿Hola? —Esta vez le lanzo un chorro de agua, y reímos.
—Ah, sí. Me quedé leyendo hasta tarde —contesta.
La conozco demasiado, su mentira me sabe amarga, pero tengo cuidado en no demostrárselo.
—Se debe sentir bien no tener a tu madre gritando cada vez que tienes las luces encendidas a medianoche —comento, siguiendo la corriente y recordando lo que ella me contaba antes—. Porque ya no lo hace, ¿o sí?