Rota

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13 de mayo, un año atrás

Algunos afiman que los ojos son el espejo del alma. Si bien yo nunca creí esa afirmación, cambié de parecer cuando mi mirada se posó en la de una nostálgica Irene que miraba perdida al horizonte.

Sus pupilas centelleaban tal y como lo suelen hacer cuando una persona reprime su llanto, pero su rostro no parecía en absoluto tener ganas de llorar. Entonces lo comprendí todo. Estaba rota por dentro, quebrada cual jarrón tirado al suelo por un pequeño niño travieso que, en este caso, superaba con basta sobra la edad a la que uno deja de encontrarse en la infancia.

Quise preguntarle qué le ocurría, deseaba que me contase qué había sucedido y me abriese su corazón, que compartiese conmigo todos sus sentimientos; pero la idea desapareció de mi cabeza en cuanto repasé la situación en la que nos encontrábamos.

El sol comenzaba a asomar tímidamente por el horizonte, lanzando sus primeros rayos con matutina pereza. El cielo reflejaba en sus nubes una preciosa paleta de tonos ámbar anaranjados, que se fusionaba con su habitual azul semiturquesa creando un precioso paisaje que, lejos de contemplar mirando al firmamento, escruté a través del reflejo que ofrecían los vacíos ojos verdes de Irene. La tristeza infinita se apreciaba en ellos a primera vista, sin necesidad de observar minuciosamente su mirada, la cual mantenía clavada en un punto lejano e imposible de descifrar.

Por un momento, tuve la impresión de que la chica había olvidado por completo mi presencia, sintiéndome totalmente ignorado. Sin embargo, no me importó en absoluto, sino que disfrutaba contemplándola sin saberme observado, como un fotógrafo que escruta a los animales salvajes que huirían de él en caso de advertir su presencia.

La joven permanecía inmóvil, sin más movimiento que el que ofrecían sus párpados al pestañear ligeramente. Su tez, iluminada débilmente por la luz del alba, estaba pálida y tersa, lo que aparentemente le devolvía la inocencia que había perdido hace ya demasiado tiempo.

De pronto, se dio cuenta de que la estaba mirando fijamente y bajó sus ojos, extrañamente tímida.

-¿Te pasa algo?

El silencio invadió el momento tras mi pregunta. Conocía a Irene, y sé que en aquellos momentos estaba dudando si contarme la verdad o inventar de nuevo otra excusa. Por fin, tras unos segundos que similaron eternos, se atrevió a hablar.

-Llevo demasiado tiempo haciendo promesas en vano.

Pronunciada la frase, calló de nuevo. Reflexioné sobre lo que acababa de confesarme con tanta premeditación. ¿Qué quería decir aquello?

-¿Te refieres a en el amor?- pregunté dudoso.

-Oh, no, ojalá- respondió con una pequeña y triste sonrisa ladeada- Hace mucho tiempo que dejé de preocuparme por todas las estúpidas mentiras que cuento en el amor.

-¿Entonces?- interrogué yo aún más confundido.

-Hace ya muchos meses que prometí no volver a vomitar a mucha gente, y aquí sigo, con los dedos atados metafóricamente a la garganta.

-No debes prepcuparte por eso- la tranquilicé- No lo llaman enfermedad por capricho.

-Lo sé. Pero si conseguí parar cuando me lo pidió Javier, ¿por qué soy incapaz de hacerlo ante las peticiones de gente mucho más importante para mí?

Pensé durante un largo minuto mi respuesta a aquella pregunta.

-Tal vez Javier no fuese tan insignificante como crees.

-Pues claro que no fue insignificante. Ha sido sin duda el chico al que más he querido, y con destacada diferencia el que más daño me ha hecho. Soy muy consciente de eso.

-¿Y cuánto tiempo llevabas vomitando cuando lo conociste? ¿Dos meses? No puedes comparar la dependencia que tenías entonces con la que padeces en estos momentos. Ahora mismo estás emferma, Irene, enferma, por aquel entonces las cosas no habían hecho más que comenzar.

Una lágrima resbaló por su mejilla izquierda, cayendo por su cuello y desvaneciéndose en su pronunciada clavícula. Sus ganas de llorar se hacían ahora visibles, pero estaba logrando contenerlas con asombrosa maestría.

-Me duele.

-¿El qué?

-Esa palabra. Sé de sobra que estoy enferma, de verdad que lo sé, pero por alguna extraña razón me hiere enormemente escucharla en boca de otros. No sé por qué motivo, pero me resulta extremadamente doloroso.

-Cuanto más hiriente es la verdad, más complicado es asumirla.

-Recuerdo la primera vez que sucedió algo parecido a esto. Estaba comiendo en casa de Javier, con sus padres. Como lo que su madre había preparado engordaba mucho, apenas toqué mi plato y me excusé para salir de la mesa antes de que sirviesen los postres. Entonces me quedé en el umbral del pasillo, de forma que podía escuchar lo que decían sin que ellos notasen mi presencia. Su padre le reprochó que me había comportado como una auténtica maleducada, y Javier le contestó con delicadeza que no me lo tuviese en cuenta porque estaba enferma. Tras explicarles mi situación, el hombre se disculpó por su comentario y su madre se compadeció de mí. No pude reprimir las lágrimas que vinieron a mis ojos al escuchar aquello.

-No entiendo por qué. Sabías de sobra que estabas enferma. Tú misma se lo contaste a Javier, ¿qué diferencia hay entre una cosa y otra?

-Es...difícil de explicar...

Irene nunca fue capaz de continuar aquella frase.

El sentido de no tener sentidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora