Sorpresas

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8 de abril, dos años atrás

El frío dominaba la noche en la ciudad, acentuándose a medida que Adrián se acercaba al paseo marítimo. Con su mochila a cuestas, la misma en la que guardaba siempre su manta azul y verde, descendió por las escaleras que conducían a la playa.

Estaba seguro de que hoy no encontraría a su amiga allí, pues su día había pasado tranquilo, pero hoy era él quien necesitaba consultarle sus problemas al mar y las estrellas. Se sentía culpable a la vez que enfadado y frustrado, pero, sobre todo, celoso. Hacía apenas un mes que su amiga y ese indeseable de Javier habían comenzado a salir y Irene ya afirmaba haber mejorado enormemente, mucho más que en todos los meses que Adrián le prestó su ayuda. ¿Tan valioso y útil era aquel chico? El mejor amigo de la joven no podía soportar todo aquello. Él debería ocupar ese lugar, él debería besar a Irene y susurrarle al oído, él era el único al que debía agradecer su mejoría.

En cuanto sus pies se posaron en el último escalón, se descalzó y agarró con su mano derecha sus deportivas azul marino. No había nada más molesto que la arena metiéndose en tus zapatos, a excepción de Javier, claro estaba. Comenzó su recorrido hasta el punto donde él y su amiga solían reunirse, ya que allí las rocas ofrecían resguardo contra el viento.

Adrián contempló las vistas que la bahía ofrecía de la ciudad. Los edificios antiguos convivían con los modernos, y las luces de todos ellos centelleaban formando un inmenso lienzo de brillos y sombras. Hoy el mar clamaba con furia, quejándose con rabia y estallando en mil pedazos de espuma que en seguida desaparecían efervescentes. El joven intentó sosegarse, tomando como metáfora aquella escena, debía lograr que los efectos de su ira también fuesen efímeros.

De pronto, frenó en seco. Cada uno de los músculos de su cuerpo se paralizó al contemplar aquella escena, responsable sin duda del tono blanquecino que había adquirido en ese instante su piel. Una lágrima descendió por su rostro y cayó al vacío, quedando absorvida por la arena mojada.

Su mirada recorrió el camino de ropa que llevaba hasta la toalla donde, tapada por una manta naranja, Irene se movía al compás de las olas sobre Javier.

El sentido de no tener sentidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora