Felices

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8 de abril, año actual

El escintilante brillo plateado de las estrellas se proyectaba sobre el mar en calma, que no hacía más ruido que el de unas pequeñas olas en la orilla rompiéndose en espuma efervescente. El fulgor de la luna iluminaba la negrura del cielo nocturno, desprovisto de nubes a las que impregnar con su haz de luz azulada. La playa se aparecía como un espejismo fantasmal, poblada por numerosos chiringuitos que no abrirían sus puertas hasta bien entrada la mañana.

El eco de los pasos de Irene resonaba por la avenida de piedra de una urbanización sembrada de imponentes chalets.

-Tal vez sería buena idea que te quisases los tacones- sugirió Gio con un pronunciado acento italiano.

La chica, haciendo caso a su acompañante, se desprendió de sus sandalias blancas de cuña y las cogió con los dedos índice y corazón de su mano derecha. A su otro lado, el simpático chico que había conocido aquella mañana en la playa le sonreía. Aunque su nombre completo era Giovanni, la única que empleaba la forma larga era su madre instantes antes de pronunciar una importante bronca. El joven y su familia, procedentes del sur de Nápoles, se habían trasladado a la ciudad tres años atrás, tiempo suficiente para que el chico pudiese haber desempeñado a la perfección su papel de guía nocturno.

El silencio dominaba el paseo hacia la casa de la abuela de Irene, donde la joven se encontraba pasando las vacaciones. La suave brisa hacía ondear su fino vestido de gasa blanca, que se detenía decímetros antes de sus rodillas. El color resaltaba el moreno que su piel había adquirido en los últimos días. Sus ojos verdes destilaban nerviosismo, que la impulsaba a atusarse cada dos minutos la trenza de espiga que caía por su hombro izquierdo. Por una vez en muchos meses, sintió que había encontrado un chico con el compartir algo más que una noche; si bien no tenía tan claro que él pensase lo mismo.

Al llegar al porche cuidadosamente decorado con una parra de buganvilla morada, Irene se detuvo y avanzó unos pasos hacia el portón de la casa, permaneciendo en el umbral. Una vez allí, emprendió la minuciosa tarea de buscar las llaves en el inmenso caos que se había formado en su pequeño bolso blanco. Cuando las hubo encontrado, levantó la cabeza para encontrarse con el azul celeste de los ojos de Gio, que la analizaban con detalle. La joven sostuvo su mirada durante apenas dos segundos que se le hicieron eternos, el tiempo que tardó el chico en posar las manos en sus caderas e inclinarse para besarla. Aunque el roce de sus labios duró apenas unos segundos, Irene sintió cómo el tiempo se detenía a su alrededor, convirtiendo en mágicos aquellos instantes.

-Me lo he pasado muy bien esta noche- susurró la chica al oído de Gio.

-Confío en que pueda repetirse mañana.

El joven se alejó sonriendo y ella abrió con cuidado el portón. Tras atravesar el porche frontal, se esforzó en no hacer ruido al entrar por la puerta principal. En el salón la esperaba su abuela, viendo los pasos televisados de Semana Santa.

-¿Qué tal lo has pasado en las procesiones?- preguntó.

-Genial, abuela- mintió Irene, que había usado aquella excusa para salir con Gio- Estoy agotada, me voy a dormir. Buenas noches- pronunció al tiempo que le daba un sonoro beso a la mujer.

Antes de meterse bajo las sábanas, Irene contempló desde su terraza cómo el sol comenzaba a erguirse por el horizonte, iluminando con sus rayos la playa y proyectando un sinfin de halos de luz ámbar sobre las olas del mar. El alba despuntaba las primeras luzadas del día cuando la joven se desprendió de su vestido y se deshizo su trenza. Su melena describía ahora pequeñas ondas, que resaltaban la tonalidad miel de sus mechas naturales. Una pequeña sonrisa tonta aún permanecía en su rostro cuando se rindió a los brazos de Morfeo.

***
27 de abril, año actual

Los meses se desvanecieron del calendario como las sonrisas de mi rostro, dejando tan solo la estela de un brillo en los ojos que prometía mejorar y salir de aquel vacío, pero siempre fracasaba en todos sus intentos. La propia vida había engullido mis ganas de vivir. Me sentía rota, incompleta; me inundaba un sentimiento del cual desconocía el nombre, pero que no era nada agradable de sentir.

Una de mis más recurrentes hipótesis era el carecer de una persona que sustituyese a Javier en mis rutinas. Lo cierto es que me ahogaba en mi inexistente pero existente relación con Emilio. No ofrecía estabilidad ni ninguna clase de compromiso mínimamente serio, pero me privaba de tenerlo con alguien más. Y es que, aunque el costarriqueño tratase de disimularlo y yo fingiese ignorar aquello, estaba bien enterada de las amenazas a las que sometía a todo aquel que intentaba mantenerse a mi lado por más de una noche. En un principio no me molestaba, pues me resultaba incluso útil que espantase a los pesados que me rondaban, pero todo cambió cuando alejó a Gio de mí. Aquello fue algo que no le pude perdonar nunca y que, a mi parecer, fue el detonante de la brecha que se abrió entre nosotros, de la cual solo yo estaba enterada. A sus ojos y a los del resto de la gente, todo permanecía igual. Todos seguían preguntándome qué tenía con aquel hombre, recibiendo siempre la misma respuesta: que ni yo misma lo sabía.

Mientras tanto, las huellas en sus redes sociales me permitían seguirle la pista a Javier y a Miriam, que habían decidido retomar su relación y no eran sino pura felicidad, amor y alegría. Me preguntaba si realmente sería así o si tan solo eran apariencias. Mi inmoral conciencia pedía a gritos que se tratase de la segunda opción. Mi subsconciente nunca fue capaz de asumir que la prefiriese a ella antes que a mí y, sobre todo, seguía dolido ante la idea de que Javier hubiese dejado de lado su promesa de ayudarme a superar mi enfermedad. Las razones de ser de esas dos cuestiones escapaban a mi lógica, como tantas otras cosas que en los últimos tiempos se habían multiplicado.

Mis días pasaban sin sentido uno tras otro, el ansia de superar la bulimia como motor de todos ellos; los intentos fracasados como motivo de las lágrimas, que formaban el pozo de desesperación en el que me estaba hundiendo. Deseaba recuperarme, lo anhelaba con todas mis fuerzas, pero algo maligno dentro de mí me impedía avanzar y me impulsaba a deshacer mis progresos en cuanto se cumplía apenas una semana sin vomitar. Mis esperanzas estaban tocando su fin, la vida comenzaba a carecer de sentido alguno para mí.

El sentido de no tener sentidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora