De luto

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29 de abril, año actual

Llegué a mi portal empapado, sin más refugio contra la lluvia que la capucha de mi vieja sudadera. Inmerso en mis pensamientos, me adentré en el edificio, cuya puerta seguía- y seguiría- rota, lo cual era una gran ventaja teniendo en cuenta mi facilidad para perder las llaves. Hoy pasaría la noche solo en casa, pues esta semana mi padre tenía asignado el turno de madrugada. Había pensado en invitar a Miriam a dormir conmigo, pero la idea quedó disipada tras la pelea que había tenido lugar esta tarde.

La tenue luz de una bombilla desnuda a piques de fundirse se proyectaba sobre el interior del inmueble. Enseguida me invadió el olor a polvo que, combinado con el de la humedad, daba como resultado una nociva mezcla casi inrespirable. Entonces la vi a ella, encogida en el comienzo de las escaleras, con la cabeza escondida entre las rodillas, rodeadas por sus manos. Habría sido incapaz de reconocerla sino fuese porque una de las pulseras que lucía en su delgada muñeca izquierda la había hecho yo mismo en su día. Me pregunté por qué la seguiría llevando y, sobre todo, qué haría en mi portal a estas horas de la madrugada, sollozando a un volumen casi inaudible que solo se podía percibir en el silencio si se escuchaba con atención.

-¿Qué haces tú aquí?- pregunté con una voz cortante.

Levantó la cabeza y clavó su mirada en mí con sorpresa, lo que me hizo pensar que tal vez ni siquiera se había percatado de que este era mi portal. Sus escintilantes ojos verdes me escrutaban, húmedos de tanto llorar. Por un momento, me sentí intimidado por ellos. Esperé con impaciencia una respuesta, pero no obtuve nada más que silencio por su parte. Quise odiarla, pero la vulnerabilidad que la envolvía me impidió hacerlo. Similaba tan frágil que no me atreví a tocarla, por miedo a que se deshiciese entre mis manos en el instante en que mis dedos la rozasen. Reflexioné un momento. No podía dejar que se quedase ahí. ¿Y si Miriam venía a hacer las paces y la encontraba allí? No, definitivamente tenía que odiarla, necesitaba hacerlo.

-Vete de aquí- le ordené lo más firme que pude.

Una lágrima más resbaló por su mejilla izquierda. Hizo ademán de levantarse, pero se desmayó al momento de intentarlo. Mi rostro palideció. ¿Por qué le habría dicho eso? Conociéndola, lo más probable es que se encontrase en medio de una de sus depresiones y hubiese decidido no comer nada en toda la jornada. Incluso puede que llevase sin probar bocado dos o tres días. No podía dejarla ahí, no era capaz de odiarla. Pero tampoco podía llevarla al hospital, avisarían a sus padres. No sabía qué le había ocurrido exactamente, pero estaba seguro de que eso último ella jamás me lo perdonaría. Así que opté por cogerla en brazos y subirla a mi casa.

La tumbé en mi cama. Abrió los ojos ligeramente. Suspiré, profundamente aliviado.

-¿Qué ha pasado?- susurré en su oído.

-Gio... Está muerto. Él lo ha matado...

-¿Qué dices? Estás delirando. ¿Cuánto tiempo llevas sin comer, Irene?

Me mostró cinco dedos con su mano derecha. Tardé segundos en volver de la cocina con una tableta de chocolate y le tendí cuatro onzas.

-Come- ordené.

-No tengo hambre.

La fulminé con la mirada y se decidió a morder el dulce. Terminó de comerlo paulatinamente y se levantó para abrazarme. Intentó rodearme con todas sus fuerzas, pero fui yo quien la apretó contra mí al percatarme de que ella no era capaz. La humedad de su ropa traspasó a mí. Estaba realmente calada.

-Vas a coger un resfriado. Ponte algo mío anda.

Asintió con timidez y se dirigió a mi armario, de donde sacó una sudadera que le quedaba unas cuantas tallas grande. Sin esperar a que yo saliese de la habitación, comenzó a desprenderse de la ropa mojada, ignorando mi presencia.

El sentido de no tener sentidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora