Encuentros

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24 de marzo, tres años atrás

La bruma envolvía la playa, dejando a difícil observación las estrellas que brillaban en la oscura noche. Aún así, sus destellos invadían el mar que, en relativa calma, no hacía más ruido que el de unas suaves olas rompiendo en la orilla con una dulce melodía. Los ojos de Irene permanecían clavados en el horizonte, intentando encontrar la delgada línea que separaba el mar del cielo, aquel límite que traspasado conducía a la lejana tierra donde los sueños sí se cumplían y la gente no te juzgaba sin conocerte. El viento apenas soplaba, solo se podía percibir una débil y agradable brisa marina que refrescaba el ambiebte sin tornarlo excesivamente frío.

-¿Qué haces tú aquí, Adrián?-preguntó Irene sin levantar la vista de la marea.

-¿Cómo me has podido identificar?-interrogó el joven sorprendido, a modo de respuesta.

-Tus botas hacen un ruido muy característico, aunque lo irán perdiendo a medida que las vayas desgastando- explicó la chica- No fue difícil averiguar que se trataba de ti, pues es cierto que existen muchas más personas que cuentan con esa peculiaridad, pero estaríamos ante una gran casualidad y, como todos sabemos, las coincidencias no existen.

Adrián reflexionó sobre las palabras de su amiga y, finalmente, se sentó a su lado sin más, incapaz de dar una respuesta. Irene apoyó la cabeza sobre su hombro, cerrando los ojos por un momento, intentando olvidarse de todo. Su melena lisa y castaña caía ahora sobre el pecho del joven, que, con cuidado, la acarició dulcemente.

-¿No tienes frío?- le susurró al oído mientras sacaba una manta de su mochila y se cubría a sí mismo y a su amiga.

-Esperabas encontrarme aquí, ¿me equivocó?

-No fue muy difícil adivinarlo después de lo sucedido esta mañana...

-Acertaste, tanto en tu especulación como en traer la manta- murmuró Irene, precediendo un largo silencio en el que ambos se dedicaron a contemplar las estrellas difuminadas por la niebla, hablándose en el extraño lenguaje del silencio que ya ambos conocían tan sumamente bien.

Tal vez podría parecer una costumbre absurda, pero era efectiva. La arrulladora melodía del mar calmaba a Irene en sus horas más bajas y, desde que Adrián lo sabía, solía acompañarla en algunas ocasiones.

Las tres de la madrugada solía ser una hora propicia, siendo las cinco la habitual hora de regreso. Sin embargo, el joven acostumbraba aparecer ya pasadas las cuatro, pues entendía que su amiga necesitaba un tiempo para reflexionar a solas.

Los encuentros entre ambos no eran planificados, sino que el chico acudía a la playa cuando creía probable que Irene allí se encontrase. En numerosas ocasiones, el joven erraba en su pensamiento y se veía solo en la arena, otras muchas veces era Irene la que no recibía compañía. Al fin y al cabo, la visión del día era un tanto abstracta y subjetiva y Adrián no alcanzaba a saber con precisión las noches en las que su amiga necesitaba escaparse de madrugada. Nunca quisieron acordar aquellas reuniones, pues ambos coincidían en que perderían la magia si así se hiciese.

Llegaron las cuatro y media y los dos permanecían abrazados, arropados por la manta verde y azul que Adrián solía llevar en invierno. El silencio era dueño de la escena, pero la joven decidió romperlo con una pregunta que emanó de su boca a la vez que una lágrima lo hacía de su ojo izquierdo.

-¿Por qué me odian tanto, Adrián?¿Qué les he hecho yo?- murmuró con las pupilas centelleantes, clavadas en las de su amigo.

-No lo sé Irene, ojalá lo supiese...-contestó el chico mientras apretaba a la joven en un intenso abrazo.

Su voz sonaba triste, quebrada por la frustración de no soportar verla llorar y tener que hacerlo todos los días.

-La gente es cruel- musitó el chico- y también envidiosa- añadió en un intento de buscar razones inexistentes, de explicar lo inexplicable.

Adrián había pasado noches enteras en vela tratando de hallar respuestas a las preguntas de Irene y, sobre todo, intentando dar soluciones que nunca era capaz de obtener. Las horas de sueño desperdiciadas en vano hicieron que el chico comprendiese que la única forma de ayudar a Irene era apoyándola. Y ahí estaba él, sentado en la playa a casi las cinco de la mañana envolviendo con sus brazos a la chica que amaba, la misma que nunca llegaría a saber sus verdaderos sentimientos hacia ella.

El sentido de no tener sentidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora