Capítulo VIII: Júbilo

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Menos de una semana había transcurrido desde el incidente en Terra Blanca. Esa mañana Lucas consiguió que Jeytter compensara su falta de orden ayudándolo a cocinar el almuerzo. Primero tuvo que recoger restos de pan y comida de la encimera, limpiar la refrigeradora de manchas de salsa y grasa, y barrer cáscaras de aguacate y otros residuos que Jeytter dejó al prepararse un simple sándwich; esta vez no se escapó a tomar algo de responsabilidad. Tampoco le encomendaría cosas complejas para que causara otro desastre, simplemente le pidió que usara tabla y cuchillo.

Jeytter dejó semillas de chile dulce en el lavabo y trozos coloridos desperdigados en su zona de trabajo, pero al menos picó los vegetales que Lucas le encomendó y no desordenó más allá de su espacio.

—¿Ya puedo irme?

—Claro que no —aseveró Lucas alcanzándole un tazón con un pollo—. Le toca cortar esto.

—No me diga que otra vez hay sobrepoblación de gallinas en el Vistazul. O sea, me gusta el sabor de la carne, pero es la tercera vez en la semana.

—Y por eso es la última que recibiremos en al menos un par de meses. Ahora use sus habilidades para quitarle el pellejo a Filomena.

—Por Dios, Lucas, no me diga su nombre. Ya no podré ni comer.

­—Es un decir, Jeytter, a las gallinas salvajes nadie las nombra. No sea tonto.

—No soy de campo para saberlo —se defendió señalándose con el cuchillo.

—Ni yo —contestó con simpleza a la vez que se desataba el delantal—. Iré al baño y espero no encontrarme un desastre cuando vuelva.

—Si no quiere un desastre, le habría pedido a su hermanito que le ayudara en vez de dejarlo jugar en la mesa.

—Yo no fui quien destrozó la cocina por un simple sándwich —se escuchó de Elián desde el comedor, sin levantar la vista de la pequeña y vieja pieza de auto que doblaba entre sus manos. La herida de su brazo estaba sanando bien—. Como soy muy bueno me dejan jugar en vez de trabajar —completó con un gesto burlón.

—Ahí está su respuesta. —Lucas dejó el delantal en la mesa y salió de la cocina riéndose.

Jeytter rodó los ojos y bufó en una exagerada molestia. Se volteó a ver la carne fría y pegajosa sobre la tabla. Torció la boca por el asco.

—Elián, usted es el mayor, debería ayudarlo en tareas difíciles. Si arruino esto, Lucas acabará limpiando. No quiere eso, ¿verdad?

—Si usted arruina eso, me haré a un lado para no tragarme el enojo de alguien que usaría la lengua de otra persona como trapeador.

—Eso no es gracioso —dijo ajustándose las gafas.

—No era un chiste —aseguró con un tono malicioso—. Sólo haga lo que le pidió y ya, Jeytter, no es tan difícil.

—Ya aprenderé a convencerlo... Algún día.

Elián soltó una risa baja y breve, y lo retó a intentarlo.

Jeytter decidió que mientras más rápido terminara, mejor sería. Afirmó el agarre del metal y en un rápido movimiento clavó el filo en el pollo.

El choque entre la tabla y el cuchillo no lo escuchó Elián. Fue el sonido de los huesos y la carne partiéndose lo que abarrotó su mente, trayéndose consigo un recuerdo de cuando tenía catorce años.

Sus brazos y manos, más pequeñas y sin más cicatrices que de las flexuras de los codos, estaban cubiertas de sangre y le temblaban de pavor y ansiedad. Frente a él yacía en el suelo de cerámica pálida un pequeño gato atigrado, con el cuerpo fracturado y sangre saliéndole del hociquito, así como del pecho perforado por las costillas deshechas. La pancita estaba hendida y parte de su interior se asomaba por la herida. Elián parpadeó varias veces, diciéndose que aquello no era real.

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