Capítulo IX: Altibajos

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Al día siguiente de su gran noche Fiorella tuvo una charla animosa con sus amigos apenas llegó a su hogar. Estos la felicitaron y se sintió muy contenta de comentarles cada detalle. Su charla se acabó de forma repentina cuando percibió un dolor intenso en su pecho, un jalón que le detuvo la respiración un instante y le hizo soltar el teléfono. Les aseguró que sólo necesitaba descanso y que tomaba su medicación y vitaminas a tiempo, no escuchó los consejos de ir con Sarabi y fingió que tenía cosas por hacer antes de colgar.

La muchacha pudo librarse de aquellos dolores en los dos siguientes días. No tanto así de mensajes preocupados de sus amigos que eludió con pequeñas mentiras.

Aquella tarde llegaron unos invitados a su hogar.

En la mesa con purpúreas saintpaulias reposaban tazas de café humeante y un plato con algunos bollitos de yuca y delicioso queso turrialbeño, bañados en miel de tapa dulce con canela.

Holger y Fiorella se encontraban en los dos sillones mientras que el sofá era ocupado por una mujer delgada de cabello negro y lacio. A diferencia de los veinticinco años que Adrienna lucía, su esposo Ánker tenía señas de haber cumplido los treinta ya. Él tenía la nariz recta y rasgos angulosos propios de un griego. Mostraba unos ojos de café verdusco, así como una mirada quieta y un poco ensimismada. Algunos de sus espesos colochos marrones llegaban a su frente.

Los amigos de Holger habían llegado no sólo a conocer formalmente a Fiorella, sino también a felicitarla por ser ahora una Jefa activa. No pudieron acudir antes por motivos de trabajo de Ánker. Para Adrienna era normal las ausencias largas; aunque, desde el punto de vista de los hermanos eso era más bien estresante. Ellos preferían los viajes cortos.

—Yo creo que es más cansado así —dijo Adrienna antes de beber café—. Tantos viajes tan cortos desgastan muchísimo.

—A mí me parecen más chivas porque uno vuelve a la casa y no hay mejor cama que la de una. Además, como que le quita el encanto de esa ciudad nueva.

—No has encontrado la ciudad adecuada entonces —afirmó Ánker con una voz calmada. Su acento no era como el de una persona criada en el Mediterráneo, sino por quien aprende cuantos idiomas puede desde la infancia y ha creado su propio ritmo.

—¿La ciudad adecuada? —preguntó y tomó uno de los esponjosos buñuelos.

—La ciudad que te atrapa y querés explorar durante mucho tiempo. La que no querés dejar pronto y cuando al regresar a casa sentís la necesidad de volver lo más pronto posible.

—Oh, eso suena chivísima. Pero quizá no sea una ciudad turística desde que lo atrapa así, sino como un segundo hogar.

—Qué sorpresa, Rela, no creí que fuera tan reflexiva.

—Soy una caja de sorpresas —dijo con una sonrisa amplia y guiñándole por la broma—. Ánker, ¿qué ciudades lo han atrapado de esa manera que dijo?

El hombre respondió que muchas ciudades le habían causado ese efecto desde que dejó Atenas, su pueblo natal. Sin embargo, la que más recientemente le había hecho querer hacer una segunda visita era Calcis, también de Grecia. Adrienna añadió que sólo le gustó la zona costera de esa ciudad, sobre todo por la comida y los clubes para bailar.

Fiorella escuchó con suma atención los relatos de la pareja en los pueblos que hubieran visitado. Le hacía ilusión viajar por su cuenta y luego visitar más lugares en compañía de un esposo. Esperaba, si por fin se librara de Chasseur, que fuera similar a Ánker en intelecto. El sujeto comentaba detalles que sólo un historiador dedicado o un autodidacta bastante eficiente podría ofrecer. Le recordaba un poco a escuchar las historias de su abuela Sabín. Ella usó diez años de su juventud cruzando fronteras antes de convertirse en la cabeza de Oddone.

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