Capítulo 30

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Cuando se quedó sin aliento, Leila dejó de correr. Miró hacia atrás, pero el camino recorrido había desaparecido, detrás de ella sólo había una pared de bloques de piedra, imposible de atravesar. Delante de ella el pasillo se abría en una basta y oscura caverna, de la cual no veía nada más allá de unos pasos. Encendió una llama de un naranja cálido, alta y esbelta, y avanzó unos pasos. En cuanto puso un pie en las sombras, ahora más tenues, la llama es apagó, pero se encendieron todo un séquito de antorchas de fuego granate lúgubres, que teñían las paredes de la sala del color de la sangre fresca. Avanzó lo que le parecían siglos, hasta que la cueva se bifurcaba en tres caminos oscuros.

Antes de que se decidiera por un camino, un horrible rugido irrumpió por el camino de la derecha, y un ogro de color rojo encendido, con cuernos y vestido sólo con un taparrabos, y se lanzó con unas negras y afiladas garras hacia el cuello de la joven, pero ésta rodó bajo sus piernas, y con Cambiante le rebanó el cuello. El ogro cayó al suelo, pero en vez de convertirse en humo, su cuerpo se metamorfoseó en una pila de asquerosos bichos: cucarachas con múltiples patas, tarántulas peludas y repugnantes, gusanos de tierra viscosos y ciegos; milpiés que se retorcían cual culebras... y  muchos más. Todos ellos buscaban una sola cosa: calor.

Y la fuente de calor más cercana no era otra que Leila. Uno a uno, y cada uno a su manera, empezaron la carrera, pero se vieron frustrados, pues Leila los hizo arder hasta que no quedaron más que cáscaras vacías.

Su tranquilidad no duró mucho, porque se escucharon más rugidos y otros sonidos salvajes, todos juntos creando una cacofonía digna de un zoológico: arpías con las alas rotas, grandes murciélagos sedientos de sangre, mantícoras con alas de murciélago, cuerpo de león y cola de escorpión, ogros cornudos y cíclopes con un solo ojo. Todos morían en cuanto cruzaban el umbral de los túneles, pues Leila peleaba cual huracán furioso: acuchillaba, cortaba, apuñalaba, amputaba y descuartizaba todo cuanto le intentaba atacar, y sólo recibía algún que otro rasguño.

A parte de los insectos. Por cada monstruo, se unían muchos más, y Leila no daba abasto: Las cucarachas le trepaban por las piernas, las tarántulas caían por encima de sus cabellos y se enredaban en ellos; los milpiés trepaban y se retorcían hasta que lograban encontrar un hueco en la cota de malla, y entonces Leila empezaba a notarlas: miles de patas haciéndole unas repugnantes cosquillas por las piernas, que bajaban a las plantas de los pies y la hacían bailar de incomodidad o subían por sus caderas hasta la parte más baja de la espalda, dónde las notaba subiendo y bajando, retorciéndose por todo su cuerpo, por sus partes más sensibles.
Tantos eran, que Leila empezó a sentir arcadas, y algunos, incómodos por el movimiento, le mordían o picaban, cosa que aún le dolía más.

Pero Leila era una chica de espíritu fuerte. Por muchos bichos que le picaran, ella no desistiría, y siguió acuchillando monstruos hasta que no vinieron más. Dolorida y asqueada por todas esas patas recorriendo su cuerpo, se instó a dar un paso por uno de los túneles, pero ya no estaban, y ella caía en picado por un agujero oscuro y profundo, tanto que perdió la cuenta de todo lo que caía, hasta que se agarró a una raíz que sobresalía de las estrechas paredes y su caída cesó. Miró hacia abajo, y el suelo estaba a unos escasos centímetros bajo sus pies. Se descolgó de la rama, y hundió los pies en un repugnante charco de agua podrida. Miró hacia arriba, pero no había nada que ver. El techo se encontraba a un par de palmos de altura, cómo si ese lugar quisiera evitar que fuera atrás.

"Hacia detrás no es una dirección que se pueda tomar en la mazmorra"  Recordó Leila "¿Qué voy a hacer?" La mayoría de los bichos había muerto, pero Leila aún notaba algún que otro cosquilleo en su espalda y bajo sus pies, por lo que algunos seguían vivos. Leila miró hacia el fondo del túnel y vio algo de luz. Corrió hacia allí, se tropezó, se hundió en el barro, se levantó y corrió aún más rápido, y al final llegó a lo que creía que era la salida.

Pero topó en el centro de una pequeña sala circular hecha de bloques de piedra, con un charco de agua en medio, que reflejaba la luz que venía de arriba; muy lejos, casi un lugar inalcanzable: el sol, la salida de ese infierno.

Leila empezó a trepar por las rocas, metiendo manos y pies por entre los huecos de la pared, y subió unos diez metros. Entonces escuchó el zumbido: miles de moscas, abejas, avispas, mosquitos y otros insectos alados brotaban de la boca del túnel por dónde ella había llegado y se alzaban zumbando a por ella. Se soltó de una mano y disparó una llamarada de fuego blanco que quemó a muchos, pero más iban a substituirlos, así que trepó y trepó por las rocas, hasta que el calor del sol le llegaba, y pequeños hierbajos crecían entre las rocas. Pero había algo más: Musgo. De color verde esmeralda, húmedo y blando, cubriendo las rocas, haciéndolas resbaladizas. Además, ella era alérgica al musgo. Le empezaron a picar las manos como si miles de hormigas rojas se pasearan por ellas y le picaran cada centímetro de la piel. Pronto no podría evitar rascárselas, caería y se partiría el cuello contra el suelo.

Y las moscas llegaron y le estorbaban, notaba su zumbido en los oídos, entre su pelo, le cubrían los ojos y exploraban por su nariz; Pero Leila no se detuvo. Trepó hasta que llegó al borde del pozo. Saltó y se tiró al suelo exhausta. Estaba a salvo. Se quedó sonriendo, mirando el cielo azul y el brillante sol, hasta que las manos le dejaron de picar y los bichos la dejaron en paz.

Pero, de repente, el sol empezó a aproximarse, a hacerse más grande y brillante, tanto que se tapó la cara y se apartó rodando.

Cuando se le borraron las imágenes de la retina, se dio cuenta de que estaba en una cueva tan grande como una catedral, y el único punto de luz era lo que había caído del techo: Tenía un par de alas emplumadas con todos los colores del fuego, que llameaban y silbaban cuando las batía, y su cuerpo estaba cubierto de escamas color cobre. Avanzaba sobre cuatro garras rojas como los rubíes y su cabeza era una mezcla entre un bello pájaro y un reptil. El monstruo de fuego rugió y una onda de calor atravesó la sala. Leila desenvainó y se preparó para luchar.

-Así que quieres ver quién puede brillar más, ¿tú o yo no? ¡ Pues te enfrentas a la luz emergente equivocada!-

Y se lanzó a por el monstruo, dispuesta a vencer el combate.

Nada es lo que esDonde viven las historias. Descúbrelo ahora