Capítulo III

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Camino pensativa por las calles de Lisboa.
A pesar de que ya es bastante tarde, no me da miedo andar sola a estas horas porque esto es el centro de la ciudad y siempre hay gente por la calle. Es habitual ver a algún coche de policía haciendo la ronda, con lo cual eso me aporta la seguridad suficiente para andar las cinco manzanas que separan mi casa de la de João.

–Ya estoy en casa– anuncio nada más abrir la puerta de mi hogar y Lobito viene a recibirme.

Respiro feliz al entrar en mi casa. Es otra de las cosas de mi nueva vida que no tienen mucho sentido. A pesar de que este es un pequeño apartamento, que incluso a mucha gente le resultaría claustrofóbico, aquí tengo más sensación de llegar a mi hogar que cuando lo hacía en mi enorme mansión de París. Quizá sea porque me crié en un cuchitril de dos por dos o porque aquí vivo sola. No sé, lo que tengo claro es que este es mi refugio de paz, en el que soy yo de verdad.
Antes de abrir mi nevera para beber algo de agua fresca, me fijo en la foto que se sujeta con un enorme imán de la Torre Eiffel.
Esta foto me encanta. Salimos los tres abrazados en el sofá. Era una de esas noches de cine que solíamos hacer los domingos. Yo estoy en medio, y abrazo por un lado a mi gran amigo Vladimir y por el otro está... el innombrable.
El enorme imán tapa por completo su cara porque así lo quiero yo, aún me hace daño ver su rostro. Aunque a veces mi lado sadomasoquista aparta el imán y le observa hasta que mis lágrimas caen sin control por mi rostro y me culpan por "la decisión". A pesar de eso la foto sigue estando ahí. Adoro ver a mi grandullón y observar mi enorme sonrisa que transmite la plena felicidad que sentía en aquel momento.
En esa fotografía está la Samantha alegre, la Samantha que pensaba que todos los problemas de su infancia habían quedado atrás para siempre, la Samantha inocente a la que todo le parecía nuevo y bonito. Otra Samantha. Una Samantha que llevaba mucho tiempo oculta en mí y que nunca permitía que se asomase a verme.

Como ya es costumbre, me toca esperar en el portal más de quince minutos. João es un buen chico, pero la puntualidad no es su fuerte. Durante estos ocho meses que llevamos juntos, todavía no ha llegado el día en el que aparezca a la hora acordada.

–Hola Sam –dice dándome un toque en mis labios y sonriendo al verme entrar en su coche.

Aquí todos me llaman Sam. Saben que me llamo Samantha, pero desde el principio les mentí diciéndoles que no me gustaba mi nombre completo, simplemente para no tener que escucharlo y que me recordaran a la Samantha de Paris. Esa persona quedó atrás el día que hui de esa ciudad igual que lo hizo en su momento la Samantha que abandonó Linne.

La única diferencia entre ambas escapadas es Vladimir. A pesar de que me marché de aquella manera tan precipitada, jamás podría romper mi relación con él.
El grandullón siempre fue y será mi mejor amigo en el planeta y la distancia no puede evitar que estemos en contacto permanente y nos obliguemos a hablar por teléfono, al menos una vez por semana. Esta misma mañana he hablado con él. Todos los jueves, desde que empecé a trabajar en el Carcavelos, aprovecho mi día de libranza para llamarle y que me ponga al día sobre las novedades de nuestros gimnasios.

– ¿En qué piensas, nena?

La voz de João me devuelve al presente.

– Nada. ¿Queda mucho? – pregunto mirando por la ventana e intentando ubicarme.

– No, llegamos en diez minutos. – dice sonriéndome y poniendo una mano sobre mi muslo.

Carcavelos es una pequeña freguesía (como se llaman aquí), una pedanía costera que pertenece a Cascaes. En esta pequeña población, la familia Lombard lleva conservando durante generaciones este impresionante pazo situado a las afueras del pueblo, que como no es difícil de adivinar, es el que da nombre al restaurante en el que trabajo.

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