Capítulo XXIV

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ALEKSEI

Igual que todas las mañanas, se escuchaba la música de Queen salir de la cocina del restaurante. Noté como se formaba una sonrisa en mi cara, ya que, a pesar de lo pronto que era, significaba que Samantha ya había llegado.

Me gustaba eso de ella: nunca le había costado madrugar. Daba igual lo tarde que nos hubiésemos acostado, ella siempre se despertaba al amanecer. En aquellos magníficos días en los que compartimos cama en París, al sonar el despertador yo me giraba hacia su lado esperando encontrar su cuerpo, pero nunca lo hallaba. Fue entonces cuando aprendí que, si respiraba profundamente y me llegaba el aroma a café recién hecho, quería decir que ella seguía allí. Pero todo aquello fue fugaz. Como el aroma del café, esos buenos momentos se evaporaron con rapidez, dando paso a la época más negra de mi vida. Eché mucho de menos a mi Caperucita, cada día al despertar, cada vez que oía a alguien reír me acordaba de lo mucho que me divertía con ella, y cada noche... Cada noche recordaba su cuerpo enredado al mío y esa sensación de que cada vez que hacíamos el amor era diferente a la anterior, y cada vez mejor.

Abrí el despacho con la llave, dejé el portátil y puse una caja en la puerta.

Respiré hondo antes de entrar en la cocina. Tenía la certeza de que esa semana había sido un antes y un después en mi nueva relación con Samy. Mi hermano y mi cuñado volvían mañana a París y con su visita habían conseguido, no solo que ella y yo pudiéramos compartir el mismo espacio sin discutir, sino que incluso nos llevásemos bien, casi igual que hace seis años cuando compartíamos piso en la capital de Francia.

Bohemian Rhapsody sonaba cuando entré en la cocina y una contenta Samantha movía sus caderas al ritmo de la música mientras pelaba unas zanahorias. Los pantalones blancos del uniforme marcaban la forma de su perfecto culo y mis ojos se movían de lado a lado siguiendo su ritmo. No sé cuánto tiempo permanecí así, hipnotizado por el movimiento de sus caderas. Su voz en falsete gritando "Galileo, galileo" fue lo que rompió el hechizo e hizo que se me escapara la risa.

Se dio la vuelta asustada al escucharme y cuando reparó en que no estaba sola, su cara cambió de color en el acto. Estaba preciosa. Esos mofletes rosados salpicados por aquel grupo de pecas que tantas veces había unido con las yemas de mis dedos, sus dientes perfectamente alineados y blancos que mordían su labio inferior y esos ojos grises que brillaban y me mostraban esa perfecta mezcla entre la vergüenza y la alegría de verme.

—No sabía que estabas ahí—confesó girándose de nuevo— Has llegado pronto.

—Sí, quería intentar llegar antes que tú algún día. Pero empiezo a sospechar que duermes aquí.

—Claro que duermo aquí. En el sofá que tienes en tu despacho, por cierto, a ver si compras una mantita o algo, que los manteles del restaurante no abrigan nada.

Ambos nos quedamos callados mirándonos y explotamos a reír a la vez. Su risa me alimentaba el alma. Ese pensamiento quizá era un poco ñoño, pero daba las gracias al cielo porque la dinámica de peleas y malas palabras de las últimas semanas se hubiese acabado.

—Anda. Ponte a picar cebollas—me ordenó ejerciendo de Chef principal.

—¿Cebollas? No, no me apetece llorar.

—Eso no es lo que debe contestar un pinche de cocina.

—Oído, chef —contesté resignado porque su mirada dominante me estaba obligándoselo hacerlo.

Cogí el cuchillo y me puse a su lado en la encimera.

—¿Con toda la cocina que hay tienes que pegarte a mí?

—Es que quiero estar cerca para escucharte cantar. Me ha encantado ese falsete. ¿Cómo era? ¿Me lo puedes repetir, por favor?

—Vete a la mierda—respondió aguantándose la risa.

Chef en Lisboa ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora