Penitencia

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El llanto celestial que cae al árido desierto,

hace crecer las grandes praderas



En algún momento del ocaso reconsidera sus acciones, las cristalinas lagrimas siguen cayendo sin tregua en una cascada de lamentos, han pasado 10 amaneceres desde el incidente, la herida ya casi ha sanado gracias a los menjurjes que le han aplicado los sanadores, los artesanos han trabajado sin cansancio para que el collar y sus gemas vuelvan a relucir intactas en aquel elegante cuello, mismo presente que descansa sobre su mesa de noche.

Los juicios se han llevado a cabo, las sentencias de los muertos ya se han resulto, han sido despojados de lo único que podían perder, la dignidad, la gracia de recorrer los caminos que los llevarían a la vida futura, la paz de final.

Los mismos, que no conseguirán por su ofensa contra el Dios que gobierna el más allá.

Sus cuerpos despedazados, han sido tirados a las ardientes colinas de arena para ser despellejados y peleados por los animales carroñeros como la inmundicia que designo por sacro poder serían, sin ofrendas para el otro lado, sin rezos, ni entierros.

Nada es lo que merecen y nada es lo que tendrán, que lloren las viudas ultrajadas, y las madres desconsoladas, que los padres sean juzgados y vilipendiados, por el quemaría todo signo de la existencia de esos aberrantes insectos. Pero sabe gobernar y juzgar mejor que eso.

Nunca ningún ser repugnante afrentaría su poder al lastimar lo suyo sin pagar las consecuencias, aun después de la muerte misma.

El peso pluma es cálido como siempre sobre su pecho, las lagrimas saladas se han secado hace tiempo sobre su pecho, dejando rastros de su recorrido sobre las tersas mejillas. Los verdes cabellos siguen siendo un placer para el tacto, que ha descubierto adictivo desde hace mucho, y nunca olvida prodigar con caricias trémulas hasta el amanecer.

Sus horas de sueño se han vuelto impías, es guardián y confidente de la tristeza más grande que ha corrido a lo largo de Egipto. El pequeño Dios de sus tormentos ha imposibilitado su descansar.

Su alma mundana como es no puede considerar abandonarlo en sus injurias, no puede ni pensar en dejarlo con su llanto. Izuku se ha vuelto una parte reciente de su esencia, ha ignorado como bien ha podido todo acto real que requiera su presencia, y cuando se ve obligado por sus responsabilidades, siempre es el pequeño Anubis, quien preside desde su regazo, protegido entre sus brazos, con su cara resguardada en su cuello, y sus lagrimas silenciosas escondidas de la vista de los demás mortales.

Además, le importa una reverenda mierda, si alguien considera indigno andar con una presencia divina entre sus brazos, no dejara a Deku solo, hasta que decida que puede estar seguro fuera de su mirada.

Lejos de su ser piensa que Izuku se desmoronará como los oasis ilusorios del desierto, y él simplemente no lo permitirá. Sostendrá este idilio hasta que sus partes se forjen con la forma de sus brazos, sostendrá este ser hasta que se harte de lo terrenal y vuelva a lo sacrosanto.

–Ven acá, estas demasiado pálido– gruño, recogiendo el bulto envuelto en mantas y guardado por sus chacales. Paso meses refunfuñando por la exuberancia del niño, y sus constantes revuelos en el castillo, ahora le parecía un chiste, este mocoso silencioso que no parecía moverse de la cama ni un segundo, a menos de que él lo cargará y lo llevará.

Maldita carga problemática, que se ha conseguido.

Suspira exhausto de este tirón emocional que lo agobia, ha elegido sus sentencias y las ha dictado, no cree que haya sido francamente sanguinario para el nivel en que siente lo han ultrajado. No ha corrido más sangre que la necesaria, no hay más muertos que los involucrados, no hay más prisionero que él responsable de la cicatriz y maltrato del Dios, no hay más tortura que la impuesta al dichoso malhechor, que pasará hasta agotar su vida encadenado, azotado, despellejado y mutilado.

La grandeza del faraónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora