Identidad

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Aun si sus rodillas se hincan al suelo, su convicción permanece inmóvil.


Ceder no esta entre sus dogmas. Por tanto, no da un solo indicio de echarse atrás. Arrastrado por aquel deseo de poder que lo ha caracterizado desde que nació rompe con el hecho inmundo que le mantiene por pocos instantes a merced del infame Dios. Sus piernas aun son endebles por tanto no opta levantarse, sino que con certeza, agarra el manto blanquecino que recubre la poca piel tapada del Dios y lo hala hacia él.

De rodillas casi en su regazo apresa el pequeño y "frágil" cuerpo. Una mano se fija a las finas hebras verdes, que apresa sin escrúpulo o respeto. – Pequeño Dios de mierda, vamos a dejar algo en claro. Primero vas a tener que matarme antes de que seas capaz de obligarme a algo. Y segundo, el hecho de que YO decida usarte para mi beneficio, no tiene nada que ver con que me obligues.

Una risa tenue escapa de sus labios sin querer. El faraón de verdad era un hombre demasiado orgulloso. Sin embargo eso tampoco le molestaba. Así era desde pequeño, y dudosamente eso cambiaria alguna vez.

Ser retenido por los brazos de Katsuki no era tan malo, pero pese a ello supuso que era mejor liberarse. Con calma llevo una de sus manos hasta aquella que retenía sus cabellos, y acariciándola suavemente, logro que esta se desentendiera de su acción para enredarse con sus dedos.

Le hastió comprobar lo dócil que era su cuerpo ante los deseos de aquel ser. Que con una solo caricia tomaba posesión de esa parte, arrancándole el control.

–Me alegro entonces, que ambos estemos de acuerdo en usarme– menciono al tiempo que le regalaba una sonrisa sincera al rubio.

Aborreció esa sonrisa, que le restregaba una y otra vez la verdad en su cabeza. Cedió ante él, así se empeñe en negarlo. Y tácitamente ambos lo saben.

Después de ese altercado opto, por serenarse al son de algunos tragos de vino especiado.

Ahora entendía bien que no se desharía tan fácilmente de ese pequeño estorbo. Sin embargo no pensó que se fuera a convertir tan prontamente en un gran dolor de culo, o mejor dicho una sombra propia difícil de explicar.

Tal vez fue por lo repentino del acto, pero pudo apreciar por primera vez como el pueblo enmudecía en su totalidad. Desde los granjeros hasta los escribas, perpetuo el silencio. No escuchaba reclamos, quejas, suplicas, ni oraciones para enaltecer su ego.

Y si bien varias veces ese fue su sueño, ahora no dudaba de que fuera por ese pedazo de mierda y sus chandosos.

La jodida mierda divina estaba acostado sin reparos en el suelo a sus pies. Contemplando con atención la cara de todos los humanos presentes en la sala del trono. Y sus 2 cachorros hacían más de lo mismo.

Ningún humano le parecía tan interesante como el faraón. Ni los harapientos cultivadores, los ilustres escribas o los feroces guerreros. Ninguno reunía en esencia lo que se encontraba en el rubio.

Fueron dos palmadas en el aire, lo que saco los ojos de todos de la inusual figura para concentrarse en el faraón. –Si no tienen ninguna mierda que pedir, ¡largo, todos! – grito enfurecido mientras se ponía de pie para marcharse.

Inmediatamente, observo espabilar a los presentes.

Que de manera presurosa se tiraron de rodillas a sus pies, listos para empezar con las largas listas de asuntos, necesidad y principalmente quejas.

No podía evitar comprenderlos. Después de todo incluso a él le costaba no desviar la mirada hasta comprobar, que era real. Que no estaba sufriendo de malditas alucinaciones.

Que aquel ser en extremo molesto de Anubis si estaba allí entre ellos.

A sus pies.

Varias veces se hayo sin saber que decir a los ciudadanos, que buscaban su sabiduría y piedad, presa de las distracciones recurrentes que tenía al detallar la menuda figura de risos verdes y tocado dorado.

Aquella sesión se le hizo muchísimo más larga que la primera que vivió. Sin embargo bien supo que lo peor, había solo comenzado al tener el salón vacío.

–¡Katsuki Bakugo!– llamo como forma de iniciar la conversación. Su mirada era inquisidora, y sin pestañar al observarle, buscaba que revelara la mierda que estaba sucediendo.

El mutismo inescrupuloso de aquel a quien todos rendían pleitesía le sobrepaso. Recurriendo inminentemente a las palabras. –Amigo, ¿Por todos los dioses, qué esta sucediendo? ¿Qué es eso? – cuestiono en exceso intrigado ante la escena que señalaba.

El chico, si eso es lo que era, de cabellos verdosos. Se levantó indignado. Haciéndolo retroceder, por instinto a lo desconocido, a cada paso que daba para acercarse a él.

–Grosero... no soy un eso. Y ni creas que te he perdonado Kirishima Eijiro– dijo con molestia al pelirrojo delante de él. No se le olvidaba ni por un momento lo que había hecho. –Le vuelves a presentar una chica para acostarse, y te juro que tu corazón pesara más que el Karnak– amenazo al chico que solo le miraba confundido.

–¿El Karnak? ¿O sea el templo...?– pensó dubitativo, perdido en gran parte, ante la misteriosa figura.

Los pesados pasos recorrieron el camino hasta situarse a su lado. Una mano se enredó en sus cabellos sin ánimos de lastimarle pero con un claro llamado de atención que le hizo dirigir su mirada hacia arriba. Hacia aquellos ojos encendidos como piedras solares. –Deja de amenazar a mis hombres, ya te lo dije– menciono en extremo molesto, aunque con iguales medidas de frustración. El suspiro exasperado logro llevarse algunas de sus más repetitivas quejas.

La mirada rojiza se centró en aquella que le imitaba en sus colores pero no en vivacidad. –Kirishima... déjame presentarte al jodido pequeño gatito de mierda, que se niega a soltar mi pierna. Algunos le llaman El Señor de las necrópolis, El embalsamador o El que cuenta los corazones.

Fácilmente pudo haber jurado que la quijada de su amigo descendió hasta tocar el suelo o que la cara de idiota, se le quedaría de por vida.

–¡Hey! Soy un perro– chisto molesto en exceso. Combinando en su rostro pecoso un puchero indignado. Que ni cerca estuvo de conmover al rubio.

–Para mi eres un jodido gato. ¿Algún problema?– cuestiono con altanería. Dejando de lado el colapsado estado de su amigo. Que no le bastaron los minutos para acabar de digerir la información.

Solo con su madre tuvo una charla parecida, dando como resultado un par de gritos de ambas partes. No era de extrañar que el faraón tuviera aquella actitud hostil teniendo como madre a tan feroz mujer.

No fueron muchas más las excusas que dio sobre la extraña presencia que le seguía a todos lados. No le importaba la aceptación o el miedo de los demás.

Al fin, ese no era su problema.


La grandeza del faraónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora