Divinidad

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La desesperación del alma,

Teje los fragmentos de dolor que han caído al Nilo



Kaminari corrió hacia el punto donde habían escapado las aves, necesitaba desesperadamente señales del niño perdido. No requiere de un nombre para entender que era absolutamente indispensable que lo encuentren sin un solo rasguño.

La verdad sea dicha, si le pasa algo al noblecito duda desesperadamente que el general salga impune. Así que apura el paso, porque si ha aprendido, es que los nobles extraviados son presa fácil para los hurtos y hostigamientos de la capital.

Escucho mucho antes de verlos, los galopes salvajes de cascos y ruedas que cruzaban la indomable arena que cimentaba la polis. Sería un acierto si fueran justo los guardias del palacio los que se aproximaban, sin embargo, con tal adrenalina en su cuerpo simplemente no se podía quedar parado esperando mientras Izuku continuaba perdido.

No le importaba su destino,

su puesto,

ni su vida...

era el general del imperio, su existencia se basaba en servir a su Faraón, consagrarse en su prosperidad y dejar su sangre expuesta al sol por la oportunidad de apoyar sus deseos, su felicidad, su ascensión sobre los hombres.

Y entendía mejor que la mayoría, que la felicidad, la risa y calma que gozaba su soberano actualmente se debía únicamente aquel que poseía cabellos verdes revueltos al viento, ojos risueños esculpidos en jade y mejillas pecosas.

Así que vendería su sangre, canjearía su vida, regatería su alma, con tal de encontrar a Anubis con bien.

Respiro profundamente, clavando su atención en las callejuelas de las que una bandada de pájaros huía graznando.

Esperaba por amor a Ra, que Anubis estuviera allí.

Un paso frente a otro, sin detenerse ni un segundo a tomar aire, concertando un griterío entre quienes se reunían en las inmediaciones de la plaza y eran derribados en su carrera. Incautos peones que no podían ni imaginar las llamas de odio y venganza con las que el Faraón arrasaría estas calles si algún desafortunado pueblerino había decidido lastimar al mismísimo Dios de la muerte.

Los entejados caían bajo el peso de sus patas, la guía espiritual resonaba en caos, aquella otra mitad del alma celestial resonaba en la distancia con un llamado urgente. La nota era clara, desgarrar a cualquiera que osara tocar a su amo.

El poder sin adulterar fluía de su piel, el espacio parecía doblarse ante la inmediatez de desatar un dios en el plano terrenal, la tierra se agrietaba, el rio de los muertos empezaba a travesar el suelo, los lamentos que helarían al más valiente guerrero se acampaban bajo el firmamento, las almas que intentaban llegar al más allá agarraban los vivos, ahogándolos en la muerte misma. Un espectáculo de horror que parecía avivarse con cada segundo en que los chacales se escuchaban acercarse.

El descenso desordenado de gruñidos, colmillos y cadenas, cayo sin un rasguño desde la casucha de 2 plantas que cercaba el callejón. La figura menuda de Anubis se retorció, en la realidad y el idilio humano del faraón, se convulsiono el aire que no podía con su omnipresencia encapsular todo aquello que los rostros humanos nunca estuvieron condicionados para ver mientras siguieran perteneciendo al reino sobre la tierra.

Anpu e Inpu completaron el cuadro que enmarcaba la venganza de Anubis, los crujidos de los huesos, los músculos desgarrados entre las poderosas fauces, la sangre a borbotones que brotaba cual manantial de los vientres abiertos, las gargantas destrozadas, los gritos estridentes y las suplicas de piedad eran un pasaje musical que debería acompañar los templos de culto, al son del menat, un sistro y la arpa.

Y en medio de la carnicería un hombre sollozaba desahuciado, cubierto de su propio vomito, su orina y su mierda, esperando que la muerta llegara a su puerta, abrazando sin fuerza un colgante maldito, de aquel Dios que con ojos verdes le enseño en un instante lo que separa los humanos de lo divino. Y que dictamino la sentencia aquel acto de robo y perversidad humana que tantas veces llevo a cabo.

Kaminari vomito, fue la única acción posible ante la alucinación que su cabeza convocaba frente a sus ojos, en un segundo diviso al chiquillo de cabellos verdes y al siguiente un ente sin forma distinguible, desato lo que solo podía ser un versículo del libro de los muertos, la recreación del horror en vida.

Lo primero que diviso fue a Kaminari tumbado en el suelo, lo siguiente fue la más horrible de las pesadillas que un hombre curtido por las guerras pudiera imaginar. Pese al maquiavélico cuadro que hacia el mismísimo Anubis trayendo al Duat, el inframundo a la tierra respiro aliviado. Se acerco sin dudarlo, sin importar que sintiera las frías garras de los muertos tomar sus tobillos entorpeciendo su marcha, al llegar al epicentro entrecerró sus ojos, por Ra que no podía determina que conectaba a la figura ante sus ojos con el chiquillo revoltoso y vivaz que conocía como Anubis.

–Uhm...Deku– íntimamente sabía que había algo profundamente mal en llamar a un ser divino con un apodo tan humano. Era quizás la primera vez que comprendía que aquel chiquillo con el que se encariño al que le enseño a pedir por favor y gracias realmente era algo superior a ellos, en toda la capacidad de la palabra. Era un ser al que por pleitesía sacra deberían arrodillarse, no verlo, no tocarlo, no hablarle, no limitarlo a tal muestra inerme de humanidad.

No obstante, sus manos mundanas intentan tocar la mística esencia del Dios, que se desparrama de su cuerpo como sombras que se extienden, desniveladas, encabritadas y listas para atrapar o repeler a los incautos.

La luz del sol vuelve a calentar lentamente su piel, el rio de agonías a sus pies parece desaparecer entre un parpadeo y otro, los lamentos abren paso al sonido de un único hombre tendido en el suelo que solloza. A su alrededor un festín de carne se riega de lo que antes fueron personas, Anpu e Inpu, se agitan de un lado a otro intentado quitarse la inmundicia que se ha pegado en sus hocicos y pelajes.

Anubis suspira el último aliento de su divinidad encarnada, sus ojos que parecían un pozo de oscuridad nunca tocado, o un charco de sangre agitado, pasan a ser el mismo jade que conoce. Las pecas, las mejillas regordetas, las pestañas curvas, la nariz respingada, los cabellos azorados, la piel de marfil, la estatura baja, el cuerpo esbelto, los músculos magros. Todo es aquello tan familiar, pero al mismo tiempo después de contemplarlo sin cadenas parece que no lo es.

Sus manos se mueven primero que su cerebro, arropa al niño que ha caído temblando en su pecho. Las lagrimas le mojan la piel, y los pequeños sonidos de tristeza, resquiebran su mente.

Anubis está llorando.

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Mi bebé Deku merece apapachos y amor de Kacchan. 

En este renglón tiene derecho a pegarme y maldecirme por irme tanto tiempo. 

Los quiero y amo, a los que aun no han abandonado esta historia del Hiatus eterno. 

Besos, y que Ra los bendiga. 

Pd: Esta cortito pero les juro que es trabajo honesto :'c

La grandeza del faraónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora