5.- Bóveda de las doncellas (Autocontrol)

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Nota:

— El título del capítulo pertenece a A Song Of Ice and Fire ^^u no tiene mucho que ver, pero nunca fui buena con los títulos :p

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Bóveda de las doncellas

(Autocontrol)

La vida tenía una extraña predilección en entregar el mundo a aquellos que no lo querían. Así era como Legosi sintió las cosas desde que tuvo uso de la razón.

Él había nacido lobo, carnívoro, y como eso no era suficiente, la naturaleza lo escogió para ser un Alfa, para dominar ambas cadenas. En el momento que su segundo género floreció, debió inflar su pecho con orgullo, empezar a relacionarse con otros compañeros de la misma condición y competir con fuerza e inteligencia.

Pero nunca logró sentir una verdadera emoción por ser uno de ellos, y aunque con el pasar de los años había aprendido a manejarse en la sociedad, en ocasiones solo deseaba rechazar las aptitudes que poseía, esas que no parecían traer más que problemas y horrores.

Horrores tan grandes como ahogarse en los olores de los Omegas en celo.

En la academia, los supresores figuraban una norma importante en el código escolar. Eran de suma importancia para estabilizar la convivencia animal. Sin embargo, siempre existían alumnos que prescindían de su uso por cuestiones de dogmas, incluso por creencias familiares sobre asuntos sexuales y biológicos. Las escuelas seguían insistiendo en eliminar dichas ideologías, y debían tener un protocolo para estos alumnos mientras la lucha política seguía su curso en asambleas y congregaciones.

Dicho protocolo no era un plan exquisitamente detallado, ni nada sofisticado. Simplemente consistía en darles a los Omegas un tiempo de reposo absoluto en sus dormitorios. El edificio donde los resguardaban se convertía en un refugio que apartaba al resto del alumnado. Los ocultaban como un tesoro y nadie podía entrar, salvo otros Omegas que se ofrecían voluntarios para asistir a sus debilitados compañeros.

Durante esos días, Legosi no podía ignorar el hedor de las feromonas. Vainillas, frutas, flores, perfumes que se mezclaban con el aire de los atardeceres rosas. Lo atraían con dedos etéreos que se cerraban en torno a su rostro y lo obligaban a mirar atrás, ahí donde el dormitorio prohibido se alzaba. Las nubes parecían girar en torno a este, y los matices naranjas y rojizos coloreaban las paredes, como una brillante pintura antigua. No podía evitar que su corazón latiera con más fuerza cuando pasaba cerca de ahí, el flujo de su sangre palpitante que recorría su cuerpo con ardor, así como tampoco podía evitar sentirse seducido por los fragantes vientos que rodeaban el recinto de los Omegas.

La vida estaba llena de venenos, y nacer Alfa era uno de los peores, y aunque el lobo lograba contener (con esfuerzos) las ganas de merodear en busca de bellezas secretas, no podía decir lo mismo del resto de sus compañeros.

Durante las tardes, los Alfas (en su mayoría carnívoros) se agrupaban a las afueras del dormitorio, atraídos por punzadas de lujuria, a pesar de las circunstancias de la bizarra y vergonzosa situación. Las grandes bestias, babeantes e incontrolables, terminaban luchando entre sí por un trofeo que estaba fuera de su alcance, se apilaban persiguiendo algo que no podían alcanzar.

Aquel día Legosi observaba el pandemónium a la distancia, podía escuchar el bullicio tan claro como si estuviera junto a ellos. No se mantenía lejos para fingir una falsa superioridad moral, sino para apartarse de sus bajos instintos. No necesitaba poner a prueba su autocontrol.

Pronto todo signo de feromonas desapareció y el aire se inundó con el tenue y familiar aroma a pino. El canido seguía sin entender como eso era posible, que una fragancia tan fresca acabara con las densas nubes de aromas.

—¿No deberías estar ahí? ¿Peleando como loco por un Omega? —Preguntó Louis, detrás de él.

—Tú también eres un Alfa, podría preguntarte lo mismo —se defendió, aunque en su voz no hubo ningún reproche.

—Los herbívoros escogemos mejor nuestras peleas, no nos enfrentamos por cualquier Omega —alardeó, con una sonrisa que buscaba provocar—. No se puede decir lo mismo de ustedes los carnívoros. Se lanzan a morder al primero que se les cruce.

—Te equivocas.

—¿En serio? Tengo la prueba delante de mí —respondió, señalando al montón de carnívoros que se lanzaban dentelladas entre sí.

Frente a ellos, la imagen de la desesperación y vesania seguía reproduciéndose, tal vez lejana para Louis, pero repulsivamente familiar para él. Podía verse a su mismo entre el sudor y la saliva, en el pavor que humedecía los ojos de los demás compañeros Omegas. Era un carnívoro, un Alfa que buscaba marcar y procrear, no había ningún arte en él, sólo instintos ciegos y bajos. Ese era su destino.

—No, no lo es —dijo Legosi para sí mismo, ganándose la mirada extrañada del cérvido—. No voy a fingir que no me siento atraído por ellos, ¡pero uso todas mis fuerzas para continuar siéndote fiel!

Cuando terminó, Louis enarcó una ceja, y por varios segundos, el lobo se encontró perdido en un mar de palabras sin sentido. No sabía qué decir. Entonces lo oyó reír. No era una simple sonrisa, fue una carcajada. Sus ojos brillaron como estrellas, tal vez por las lágrimas, tal vez por amor.

—Admiró tu lealtad —dijo al terminar de reír, aunque en su rostro perduraron rastros de sorna—, no esperaba menos de un enorme perro.

Las últimas flores del año (Omegacember)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora