12.- No olvides tus supresores (Supresor)

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No olvides tus supresores

(Supresor)


Por un segundo, Legosi no comprendió lo que estaba pasando. El empaque vacío de los supresores seguía torcido entre sus dedos, tan arrugado que el plástico lucía casi blanco. La última cápsula se disolvía en el agua del retrete, lenta y dolorosamente. La vio hincharse hasta romperse. Había desaparecido casi por completo cuando apartó la vista para escudriñar el botiquín en busca de una salvación. Casi sintió ganas de llorar cuando no la halló.

Ese día iniciaba su celo y todos los problemas que traía consigo. La pastilla que había resbalado de sus manos era la última que tenía, y ahora estaba...

Una mirada fugaz al retrete se lo confirmó. Estaba en problemas.

Cerró el botiquín encontrándose con su reflejo mirándolo de vuelta. Un largo y frustrado suspiró escapó de su boca. Necesitaba ese supresor. Realmente lo necesitaba. Era un Alfa, pronto su cuerpo empezaría a exigir placeres que no estaba dispuesto a buscar. Tiró el paquete de plástico al cubo de basura, reflexionando lo que debía hacer a continuación.

Tenía que ir a comprar más, era bastante simple. Pero un segundo pensamiento lo golpeó y pareció clavarlo en el suelo, justo donde estaba parado. ¿Y si su celo lo asaltaba en medio de la calle? ¿Que podría pasar? Cerró los ojos con fuerza, como si eso pudiera salvarlo de sus propios miedos. No, no podía salir del departamento. Aunque realmente los necesitaba. Era su día libre, pero al siguiente amanecer tendría que volver a trabajar, y sabía que los malestares de su cuerpo no cesarían hasta dentro de dos días si no tomaba el maldito supresor.

Sin saber qué hacer, lavó sus manos en el lavabo y el agua fría pareció erizarle el pelaje. Era su estado de nerviosismo. Se mojó la cara para refrescar sus ideas, las gotas caían entre sus hebras hasta perderse en ellas. Observó por un segundo más su rostro perlado y salió del baño.

Aunque el cielo brillaba con un furioso azul, la fresca brisa entraba a través de la ventana, las blancas cortinas ondeaban como velos fantasmales por la sala. Legosi se sentó en medio del sofá, sin ninguna compañía más que el tormentoso tictac de un reloj de aspecto antiguo. Le pertenecía a Louis, regalo de un viejo socio del conglomerado (un abogado, ¿o había sido un doctor?). Era demasiado enorme y pesado para considerarlo estético. Al ciervo le causaba gracia por alguna razón, cuando lo limpiaba, sonreía como si supiera un chiste que nadie más conocía.

Pensar en su pareja lo puso más tenso todavía. Se habían prometido tomar supresores. Si querían estar juntos no tenían de otra, aunque era un argumento que al lobo no terminaba de convencerlo. Creer que su relación dependía de una pastilla le parecía un pensamiento tonto. Ellos funcionaban por otras cosas, más profundas y maravillosas. Pero la situación del supresor no dejaba de ser una promesa que, sin querer, había roto.

Miró a la nada, expectante a que algo terrible sucediera. Se tocaba el rostro, mentalizándose para sentirlo ardiendo en fiebre; respiraba con miedo de olfatear feromonas de desconocidos. Pero nada de eso pasó.

Se levantó con torpeza y encendió el televisor. No tenía sentido esperar por lo que sabía que iba a llegar en cualquier momento, tenía cosas que hacer.

Las siguientes horas las empleó para asear el departamento, leer, ver segmentos de uno que otro programa. En ningún momento de la tarde se encontró envuelto por dolencias y calores insoportables, y sin darse cuenta llegó a olvidarse del asunto.

Las últimas flores del año (Omegacember)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora