3.- Las reglas del juego (Instinto)

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Las reglas del juego

(Instinto)

El Alfa y el Omega debían estar juntos.

Así había sido desde siempre.

El orden natural dictaba que sus diferencias estaban hechas para encajar y complementarse. Sus instintos los ayudaban a encontrarse para así poder unirse. Los incontables rituales que rodeaban la jerarquía eran pruebas más que suficientes para demostrar que eso era lo correcto.

Los herbívoros Alfas se sentían atraídos por Omegas de la misma especie, y cuando sus cuerpos por fin pactaban, el más fuerte marcaba al débil para reclamar su trofeo. Y así funcionaba con los carnívoros por igual. Las instrucciones del juego eran realmente simples.

La vida podía intentar brincarlas, colocando a los Betas en el tablero, los enigmas del nuevo siglo. Pero en realidad, las cosas se reducían a las mismas leyes. Ellos también amaban a Alfas, u Omegas.

Sólo se necesitaba una inteligencia mínima para comprender que la conclusión era que cualquier situación que violara este orden establecido sólo podía describirse como inmoral, obsceno.

Louis, al igual que todos, conocía este reglamento invisible. Sin embargo, ahí estaban ellos. Dos machos de diferentes especies, ambos Alfas, compartiendo una oscura noche que se fundía con los mantos celestiales. Las estrellas de colores presenciaban aquella contra naturaleza.

El aroma del gran lobo gris le recordaba al rocío que coronaba las verdes hojas por la mañana, e inconscientemente decidió que se parecía mucho al suyo. Cuando estaban juntos, era como encontrarse de pleno en un bosque. Tal vez era por eso que accedió a reunirse con él esa noche, no lo sabía con certeza.

Desde aquel día en el club, cuando por alguna broma bizarra de la naturaleza se había fijado en él por encima de cualquiera, comenzó a formarse una extraña amistad. Iniciaron con comentarios cortos y ajenos, como el saludo que se le da a un desconocido, pero luego lograron mantener conversaciones más complejas. No parecían tener mucho en común, y más de una de sus características lo irritaba, pero siempre terminaba volviendo a su lado.

Los vientos barrieron muchos, muchos días. Sus vínculos se fortalecían cada vez más, y los instintos que se suponía estaban reservados para seleccionar parejas se encendían con su presencia.

Esto era lo que más asustaba al ciervo, el verse envuelto en calores por el pensamiento de otro Alfa. Cuando las madrugadas llegaban, extrañas imágenes asaltaban su mente. Imaginaciones de un lobo con el olor del rocío impregnado en sus hebras platinadas; los grandes y afilados colmillos que eran una oda a su fuerza. Podía sentir su aliento quemando su piel, y en sus ojos, el brillo húmedo y salvaje de la excitación lo miraba de vuelta. Más de una vez llevó su mano hasta su miembro para consolar sus temblores. En varias ocasiones acababa mientras mordía con fuerza la almohada, tratando de imitar su natural ritual de apareamiento. Se aferraba a ese detalle como consuelo.

Era un Alfa cuya labor era encontrar un Omega. No importaba cuánto fantaseara con el canido, todo seguía siendo igual.

Por eso, la confianza siempre le adornaba el rostro. Podía sentirse atraído por Legosi todo lo que quisiera, no significaba que dejaría de buscar a su pareja natural. En cuanto la tuviera delante, la reconocería y aquellas extrañas imágenes quedarían en el pasado.

O eso creía hasta esa noche.

Bajo la luna, los suelos se transforman en mármol y el césped parecía cubierto de escarcha plateada. Estaban completamente solos en la penumbra. A lo lejos, distinguía el canto nocturno de insectos, al igual que los aullidos del viento. En medio de ese escenario, el aroma de Legosi le acariciaba la nariz con más intensidad que de costumbre. Lo respiraba y exhalaba, pero una parte se quedaba atrapada en su ser. Tenía el ceño fruncido por la incomodidad del momento. Legosi era un Alfa como él, sus feromonas deberían pasar desapercibidas para el cérvido. Era lo que la naturaleza quería. Lo que le exigía.

Las últimas flores del año (Omegacember)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora