23. Metidos en la boca del lobo.

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—¿Qué haces tú aquí?

—Sadie, casi me matas del susto. ¿Te ha visto alguien entrando?

Negó con rapidez.
Asomé la cabeza para asegurarme de que ningún cuerpo rondaba por el piso de arriba y agarré del brazo a la rubia para arrastrarla conmigo afuera.

—¿Qué narices haces aquí?

—Estaba buscando a Alexander, Owen lleva tres cuartos de hora insistiéndome en que le venda algo más fuerte que el alcohol. A mi eso no me va, pero sé lo contento que se pone ese negro con unos pocos dólares en la mano —se calló por unos segundos tapándose la boca con la mano— ¿Está mal llamarlo negro si es mi amigo negro?

Bufé.

—¿Y porqué Alexander estaría en la habitación de Evan? —pregunté en un susurro mientras la obligaba a ir conmigo hasta el baño más lejano.

—Pues porque no estaba en la suya. No iba a entrar a la habitación de Evan pero...me encontré esto en el suelo y pensé que estaría con una chica —me mostró un pendiente con la misma mano que sujetaba su móvil— ¡La curiosidad me carcomió! Soy débil con estas cosas, ninguno cuenta nada de sus vidas amorosas...

Agarré el pendiente solitario para observarlo de cerca por si recordaba haberlo visto en alguna parte.

—Se le puede haber caído a cualquiera que pasara por ahí —cerré la puerta del baño con fuerza y puse el cerrojo.

—Parece caro, yo me hubiera puesto como loca a buscarlo hasta que lo encontrara. Su dueña debía tener prisa.

—O lo buscó y no lo encontró. O no se dio cuenta de que se le cayó. Vete tú a saber.

— Deja de arruinar mis teorías ¿Vale? No puedo jugar a los espías si no me dejas ponerme en contexto —se quejó sentándose en la tapa del bater. Colocó su pelo rubio platino hacia atrás de una manera desenfadada y me miró con esos ojos azules oscuros bastante curiosa— Has conseguido algo, ¿no? Tienes puesta la misma expresión que Samuel cuando la liaba en casa y me echaba a mi la culpa.

La música hacía que el suelo vibrara y si le susurraba, Sadie no me oiría. Una canción electrónica detrás de otra sonaba de fondo mientras le resumía lo que había pasado en la habitación de Evan.

—¿Y cómo se supone que vamos a entrar? —preguntó— Que yo sepa sólo hay la entrada de debajo de las escaleras y aparte de que va a estar cerrada, es imposible que no nos vean intentando abrirla.

—Pues es el único fallo del plan, la verdad.

—¡No hay plan si no podemos entrar! — gesticuló con las manos de una forma graciosa. Ambas veíamos doble y nos costaba no tambalearnos— ¡Tengo una idea! Por la ventana...

—Es un maldito sótano —dije— no hay ventanas. Lo único que podríamos hacer es dejar inconsciente a alguien mientras le abren la puerta, pero eso no sería muy discreto que digamos.

—También podemos escuchar desde el suelo. El sótano está bajo la planta baja, nos echamos en el suelo y escuchamos.

Alcé las cejas. Siempre tenía tan malas ideas que a veces me preguntaba porque seguía pidiéndole ayuda.

—Era broma, era broma... —volvió a hablar— Tengo otra idea pero es poco fiable.

—¿A qué te refieres con poco fiable?

—A que necesitamos mínimo a un hombre, pero seguramente acaben siendo dos.





Movía los pies con inquietud sin saber si eso sería del todo una buena idea y me abrazaba a mi misma sintiendo como el aire helado de Toronto atravesaba mi columna vertebral. Estaba tiritando. Sadie estaba convencida de que funcionaría y eso le hacía estar tan eufórica que no tenía ni frío a pesar de estar en tirantes en un lateral de la fraternidad, donde los arbustos reinaban y más alejadas estábamos de la gente borracha que bailaba, aunque era difícil, estaban por todas partes.

El precio de los excesos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora