Los hermanos Jhreskov tienen pocas cosas en común aparte del apellido.
Desde la muerte de sus padres han sobrevivido gracias a su banda, los Sabuesos y a una única regla: no mentirse entre ellos.
Pueden llegar a parecer una familia ejemplar llena...
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La abuela siempre solía decir que las mentiras tenían las patas muy cortas. Empezó a decirlo cuando Jonah y yo le mentíamos sobre quien se había comido los últimos trozos de tarta y le adjudicábamos a Evan la culpa. Obviamente, nuestra mentira no tenía ni patas, con tan solo mirarnos sabía que habíamos sido nosotros; teníamos mermelada de fresa por toda la cara y mi hermano mayor era intolerante a la lactosa, como yo, así que salir corriendo al baño por culpa de un dolor intenso de barriga era lo que nos solía delatar por completo.
Aunque con siete años habíamos sido pillados la mayoría de las veces, fuimos perfeccionando nuestras técnicas y las mentiras eran cada vez más sutiles y creíbles. Y en todo eso solo había una condición: no mentirnos entre nosotros.
Piper llevaba varios días actuando fuera de lo normal desde que estuvimos en Meltdown. Me empezaba a agobiar que se preocupara por a donde iba, cuanto tardaba y me hablaba cada pocos minutos para asegurarse de que le contestaba, como si quisiera asegurarse de que seguía viva.
Quizás estaba exagerando, pero sabía que en ese momento una vena en su frente estaría bombeando sangre con fuerza y su mandíbula estaría tan apretada que sus dientes tendrían peligro de estallar. Llevaba esperándome veinte minutos.
Vera Dumbar había vuelto a hacer de las suyas, por lo que tuve que estar más tiempo del debido para entregarle unas redacciones que nos obligó a hacer durante las vacaciones. El cielo estaba completamente gris y nevaba con fuerza. En la calle sonaba una musiquilla constante que indicaba que la navidad estaba a la vuelta de la esquina. Pasé con rapidez por los detectores de metales y fui regañada por un profesor porque estaba prohibido correr por el vestíbulo. Mis pies resbalaron cuando pisé el primer peldaño de las escaleras de la entrada y planifiqué mentalmente como bajar con agilidad.
Evan entrecerró los ojos cuando entré a su coche azul oscuro respirando con pesadez y con el gorro mal colocado sobre la cabeza. Me analizó y soltó un suspiro.
— ¿Dónde está Jonah? — preguntó.
— Ni idea, lleva unos días raro y no me coge el teléfono, pero vamos ¿Crees que con lo que está nevando se atrevería a conducir su coche? — respondí poniéndome el cinturón — Seguro que está en casa viendo un puto partido de fútbol.
— ¿Y yo tengo que arriesgar mi vida conduciendo en medio de una tormenta para hacerte de chofer? ¿Estáis enfadados o qué?
Asentí con simpleza e ignoré la segunda pregunta.
— No me gusta conducir la moto con este tiempo y mucho menos ir en tren. Siempre nos colamos y creo que a Matt y a mi nos tienen fichados.
Al cumplir los dieciséis, mis hermanos habían ahorrado el suficiente dinero como para comprarme una moto de segunda mano que llevaba meses insinuando que quería. La había visto en revistas, concesionarios e incluso en alumnos del instituto y había cogido un capricho con ella que aparecía hasta en mis sueños. Soñaba en conducir esa moto e irme lo más lejos que pudiera.