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Una vez que se esposaron a los rehenes, puestos de rodillas y con los antifaces. Helsinki bajó a toda prisa, no escuchaba razones, tanto Berlín como Nairobi lo llamaban, pero la falta de sueño nublaba su juicio en otro sentido. Constantinopla y Cairo lo escoltaban con las M16 listas para fusilar a quien se interpusiera. Ya había quedado claro que tampoco Nairobi podía llevar la batuta. Ahora los dos seguidores del siberiano eran los nuevos atracadores al mando. La gitana no tuvo tiempo de objetar, pero yacía asustada con lo que pudieran hacer.

—Vamos— espetó Helsinki.

—Quítate la ropa— habló Cairo.

—No tenemos tu tiempo— dijo Constantinopla sin bajar la guardia. Arturo se desprendió el mono.

—La camisa también— dijo Helsinki.

—Tengo una herida en el hombro...

—¡Quítate la camiseta! — gritó Helsinki. Al hacerlo, cayeron varios fajos de dinero.

—Y encima nos robas— dijo la castaña—. Eso no te hace más noble, solo das más asco por hipócrita y doble cara.

—Esto por no matar cuando había que matar— dijo Helsinki.

—¿Qué me van a hacer?

—No te preocupes por ello— dijo Cairo—. El que menos debe preocuparse eres tú.

—Si yo te pego un tiro, tú solo mueres. No sufres. Ahora vas a ir con dos kilos de explosivos pegados a tu cuerpo— dijo Helsinki cogiendo la cinta gris—. Yo detonar, pero tú no saber cuándo.

—¿Solo dos? — se disgustó Constantinopla—. Yo le hubiese puesto diez.

—Este gusano ha dado más por culo que policía— dijo Helsinki—. Por su culpa muere Oslo, por su culpa casi muere Denver. Con esto se acaban problemas.

—Bellísimo— dijo Cairo apreciando al director.

—Tú no quitar cable. Esto explota— dijo Helsinki—. No te muevas rápido, no sudes, no te toques. Si yo tocar... este botón, ¡bum! Ni tu mujer reconocer. Picadillo de Arturito.

***

—Mira, hombre, no has dejado de cavar.

—Ya no soy el líder y no quiero desatar al Elfo del infierno.

—No creo que lo hagas, al contrario, solo me haces llorar.

—¿Dónde dejaste la argolla?

—Quedó bien guardada, no la puedo llevar puesta. Se nos ha ido el atraco por las estupideces de Tokio y Río, no quiero que seamos los siguientes.

—No soy un niñato. No busco la calentura de tu cuerpo y creo que quedó claro por cómo me acerqué a ti. Si todo sale bien, sabes que quiero que no s vayamos...

—Estoy perdidamente enamorada de ti, eso quedó claro, sigamos cavando el túnel antes de que me vengan otra vez los malestares.

—Con que estés aquí cerca, no quiero que te sobre esfuerces.

—No soy ama de casa, yo trabajaré la finca contigo.

—Constantinopla...

—Dime, Andrés.

—Yo no vivo de expectativas. Tengo muchos defectos y soy consciente de ellos, Federica, me conformo con saber que me correspondes...

—Ya no te temo, si es lo que piensas, nunca he tenido la intención de matarte, de aprovecharme de ti. Guardé yo las medicinas para que nadie más las usara en tu contra, están en el botiquín de Ibagué, voy por ellas...

—Tú y yo, juntos... hasta el último viaje— susurró antes de besarla, ahora él tenía los ojos cristalizados.

—Claro que sí— sonrió sobre sus labios antes de quitarle la venda de la cabeza.

—Ya está cicatrizando, voy por tu morfina y después te haré la limpia.

***

—Estocolmo, hora de hacerte la limpia— llamó Constantinopla a la rubia, desconcertándola no solo a ella, sino a Moscú y Denver.

—Eso lo hago yo.

—Una vez no hará daño— dijo la castaña—. Anda, que no tengo todo tu tiempo.

—¿Por qué me has llamado así?

—Los rehenes ya no te van a aceptar con ellos, te estoy abriendo la puerta, en que eres una de nosotros si te quieres venir con nosotros cuando salgamos de aquí. No eres más que una secretaria, pero no necesitarás nada cuando nos hayamos marchado.

—Gracias— y la castaña la abrazó, ganándose una nueva amiga.

***

—Quédate quieto— dijo y Berlín obedeció, la joven inyectó la droga y este cedió, feliz de por fin verse entero de nuevo—. Ahora curaré tu cabeza.

—Estoy bien.

—Quédate quieto y déjame a mí hacer— sonrió ella sacando un par de algodones y desinfectándolos. Le entretenía mucho manipular el botiquín de primeros auxilios, la relajaba mucho, a veces leía las letras pequeñas solo para pasar el rato.

—Tienes mucho empeño en que esté bien.

—No tienes permiso de morir antes de tiempo.

—Como si eso lo decidieras tú.

—No morirás aquí.

—Eso cambia el asunto.

—Vas a descansar y después nos reuniremos con Cairo, por si quieres el mando de vuelta.

—Te sienta bien a ti.

—El diplomático es Cairo, yo soy más explosiva.

—Lo dices por el Elfo del infierno, ¿no?

—Empecé a falsificar desde los doce, gracias a los conocimientos que me inculcó mi padre, cosa irónica porque es jefe de seguridad del Banco de España...

—¿Donde guardan la reserva nacional? — preguntó con interés algo que ya sabía.

—El mismo. Hizo misiones en cubierto en el Líbano, guarda su equipo, así que tiene su cuchillo especial a la mano. Un día me interpuse entre él y su esposa, ya que jamás he hablado con mi madre. Me dio dos cuchilladas en el vientre, la cicatriz por la que preguntaste la segunda vez que tuvimos sexo. Hasta que estaba casi desmayándome que llamó a la ambulancia y a Houston, para que levantara en el atestado que fue en defensa propia. Al par de meses, cuando por fin me decidí a hablar de ello, Houston me dijo que, cuando llegó, lo encontró maldiciendo al Elfo del infierno, así que se quedó; cuando intentaba ser cariñoso, así me decía: elfo. Houston desertó cuando una inspectora le aplaudió hacer aquello...

—Eso no fue tu culpa.

—Pues como si lo fuera, me marcó desde entonces. Mis huellas circulan en el sistema desde entonces, pero aun no me atrapan porque no quieren, le dieron el caso a la inspectora y esta lo desechó de inmediato por falta de pruebas.

—Eso es una pasada, disfrútalo.

—Es la única buena parte. Quedaste.

—¿Volvemos al túnel?

—Te sigo.

—Las damas primero.

—No me vayas a nalguear.

ConstantinoplaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora