26. Vivian

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El taxi la dejó a las puertas del hospital. Habría podido ir primero a casa, descansar un poco y llamar a sus padres desde allí. Pero su cabeza inquieta y arrepentida no se lo permitió, y decidió que flagelarse de aquel modo era lo justo. 

La niebla la había acompañado de camino al nosocomio, a pesar de que el centro deportivo del que venía quedaba a las afueras del pueblo, y la estampa no había sido muy diferente una vez tuvo los pies fuera del vehículo. No obstante, la mañana en Geollen no estaba siendo fría, a diferencia del gélido viento que había soplado unas horas antes, en la oscuridad de la madrugada. El sol no se veía por ningún lado, y el cielo estaba cubierto de tantas nubes grises como era posible. Se preveía una gran tormenta, lo supo cuando entró en la habitación y vio a Sarah con el chubasquero en las manos. Su madre era la persona más previsora que conocía, cosa que, aunque en ocasiones le había resultado molesto, era innegable que otras tantas veces tenía su lado bueno. 

A Vivian le sorprendió que ni su padre ni su madre le pidiesen algún tipo de explicación sobre su repentina aparición con cara de zombie. Ni sobre su falta de presencia hasta ese momento. Pero a juzgar por sus caras, ambos estaban tan exhaustos como lo estaba ella, así que lo más seguro sería que ni el uno ni el otro se hubieran percatado de su ausencia en casa y simplemente lo hubiesen asociado a que estaba durmiendo o a que había salido a dar una vuelta. 

Alejandro reposaba en un sillón acolchado que habían colocado junto a la cama, mientras que Sarah estaba de pie, con las palmas de las manos apoyadas en la barandilla que impedía que Ángela pudiese caer al suelo. Los tres la miraban con ojos tristes. A su manera, cada uno de ellos estaba aprendiendo a lidiar con el dolor, y cada uno lo gestionaba de forma distinta. Vivian sabía que su padre pasaba más tiempo en la cafetería del hospital que en la propia habitación, y no lo juzgaba por ello. Para ella, también resultaba complicado ver a su hermana inconsciente, tan ausente a pesar de estar viva. Sarah, en cambio, estaba junto a Ángela casi las veinticuatro horas del día. La habitación 207 era ya casi como una segunda casa para ella, de la que conocía cada rincón y cada olor. La pelinegra la admiraba por ello, y se preguntaba si dentro de ella albergaría también toda esa fortaleza que su madre tenía para seguir hacia adelante con tanto ímpetu. 

Llegó a casa con su padre cerca de las tres del mediodía, cuando el personal de la planta hizo el cambio de turno. Sarah había decidido quedarse en el hospital a comer, como se había convertido en costumbre. 


—No te creas que no me entero de las cosas, Vivian.


Habían estado comiendo una sopa precalentada en el más absoluto de los silencios. Por eso, escuchar a Alejandro irrumpir en el clima de quietud que se había formado, la sacó de contexto. 


—¿De qué hablas, papá? —contestó mientras daba otro mordisco a la manzana que tenía en la mano. No sabía cómo lo había hecho, pero había conseguido mantenerse despierta hasta ese momento, y no había siquiera dado un solo cabezazo en la mesa. No podía negar que se sentía orgullosa de sus propios dotes de actriz y de su gran aguante. 


—Ya sabes que ahora trabajo de noche, y sé que ayer cuando me fui a trabajar tú no estabas en casa —Vivian notó que, de pronto, el trozo de fruta que había engullido tenía dificultades para pasar por su garganta. Tosió con fuerza, sintiendo que el calor recorría su rostro. Su padre la miró con preocupación unos instantes, pero cuando la tos cesó, hizo como si aquello nunca hubiera pasado —. No te estoy preguntando dónde estabas, eres mayor y puedes ir adónde quieras. Pero quiero que tengas cuidado si vas a salir o a adentrarte sola en el bosque, no quiero que te pase nada, Vivi. 

La historia que nunca ocurrióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora