3. Vivian

77 21 40
                                    

Las clases la estaban sobrepasando. Las asignaturas de segundo curso eran incluso más duras de lo que todo el mundo ya de por sí afirmaba. Y pese a llevar casi tres meses de año escolar, sentía que el adaptarse al ritmo exigido se le hacía cuesta arriba.

Torres y Miranda, sus fieles y también exhaustos amigos, llevaban toda la semana hablando con entusiasmo e idolatrando la gran fiesta inaugural de invierno que, como cada año, tendría lugar en el campus de la universidad. A decir verdad, y muy al pesar de Vívian, no solo sus entusiastas compañeros parecían ilusionados con la celebración, sino que esta había causado un gran relevo sensacional en la mayoría de estudiantes. En los últimos días se podía palpar ese aire de fiesta entre los pasillos de la facultad de ciencias de la salud, e incluso a ella se le había empezado a contagiar esa urgencia de salir a beberse unas birras al ritmo de cualquier canción que sonase bajo aquella carpa al aire libre. Así que al llegar a casa llamó a sus padres para informarles de que pasaría el día fuera y que probablemente no estaría pendiente del móvil, para evitar que se llevasen un sobresalto si en mitad de la celebración se les ocurría llamarla. Solían exagerar las situaciones cuando de ella se trataba, por lo que durante la adolescencia había aprendido a curarse en salud y anticipar sus movimientos.

A las once en punto ya había cenado y se estaba terminando de acicalar frente al espejo de su habitación. Esperaba a Miranda, que pasaría a por ella con el Seat para ir a la fiesta, donde ya las esperaría Torres con un par de amigos para presentarles. Tarareaba la canción de The Vaccines que sonaba de fondo cuando alguien llamó a la puerta de su dormitorio. Antes siquiera de que pudiese contestar Mateo ya estaba dentro.

—Vaya, vaya, mariposita —silbó mientras sus ojos corrían de sus senos a sus caderas—. Veo que el chaval de hace dos semanas tampoco te sirvió. ¿Qué esperas? ¿Encontrar hoy el amor? ¿Irte a la cama con otro antes de probarme a mí?

Vivian le echó la peor de las miradas asesinas que pudo, y de ser posible hubiese perforado la sonrisa endiablada del rubio con sus ojos negros. Otra cosa a la que no se podía acostumbrar, a parte de a las clases, era a su compañero de piso. No le gustaba aquel modo que tenía de mirarla ni la forma en que se dirigía a ella. Además, y esto no se lo había contado a nadie, estaba bastante segura de que Mateo había empezado a desarrollar un tipo de obsesión por ella, y en algún punto se había tomado la libertad comenzar a intentar controlarla.

—Sal de aquí Mateo, ¿se te ha ocurrido a caso llamar a la puerta?

—Joder Vivi, ni que estuvieras desnuda. Aunque claro, tampoco tardarás mucho en estarlo.

La pelinegra se levantó de la silla del tocador y caminó hasta él dando furiosas zancadas. Por supuesto, si en algún momento se le ocurría contarles a sus padres sobre lo tremendamente misógino que era su compañero de piso estos no tardarían ni dos minutos en obligarla a cambiar de lugar. De hecho ella lo haría encantada, si no fuera porque él había sido su última opción al escoger residencia en Helsyville y no habían más sitios decentes por la zona.

—¿Y eso lo dices por envidia o cómo? Acláramelo Mateo, porque no se te entiende demasiado —se burló a la vez que le daba un empujón para dejarlo en el pasillo.

—No te preocupes mariposita, no tengo envidia de esos tíos con los que juegas. Una noche te haré mía, cuando menos te lo esperes.

Vivian le dedicó una mueca de asco, y dispuesta a contraatacar ante aquellas palabras que le sonaron a amenaza no tuvo otra que guardar silencio cuando el timbre del apartamento sonó. Ignoró las ganas de estrangular a Mateo que ya circulaban por sus venas y simplemente le sacó el dedo medio. Cogió el bolso y las llaves y corrió hasta la puerta, donde Miranda la esperaba con una botella de ginebra en la mano. Condujeron con la música en el conocido "volumen adecuado" de Miranda, cosa que implicaba compartir la canción que escucharan con todos los vecinos de la zona. Estuvieron dando vueltas un buen rato para encontrar un hueco libre donde dejar el coche, y tras varios intentos fallidos en los que Miranda se ponía nerviosa al aparcar el Seat, consiguieron su cometido.

Torres las envolvió en un gran abrazo que pronto se convirtió en asfixiante. Olía a alcohol, tabaco y sudor, una mezcla que indicaba que su amigo el de los pendientes había empezado la fiesta bastante antes de que ellas llegaran.

—¡Ey! ¿Cómo te has atrevido? —bromeó Miranda fingiendo con el ceño fruncido. Vivian le siguió la corriente propinándole un codazo juguetón.

—¿Esto? Esto es el calentamiento nenas, la fiesta todavía no ha empezado —les guiñó un ojo y los tres rieron al unísono. 

Los amigos de Torres los observaban desde la lejanía, curiosos. Torres les hizo una seña para que se acercaran, y no tardaron en presentarse los unos a los otros. Bailaron, bebieron y rieron durante toda la noche. Saboreaban la juventud que algún día echarían de menos. Así como ella le echaba de menos a él, allí en mitad de la fiesta.

Puede que fuera el alcohol, o el tumulto de gente que se aglutinaba a su alrededor, los que provocaron su repentino mareo. Se apartó del grupo con discreción y buscó un sitio alejado donde sentarse. Allí iba otra vez esa sensación de vacío que experimentaba cada vez que estaba bajo la influencia del alcohol. Ese sentimiento que la gobernaba al darse cuenta de que lo había estado buscando toda la noche incluso a sabiendas de que los separaban quinientos kilómetros de distancia. Levantó la mirada al cielo, enfadada consigo misma por no ser capaz de superar algo que jamás ocurrió, y maldijo en voz baja a aquel chico que la había embrujado.

¿Pero por qué no podía? Se habían conocido a los catorce años, cuando eran todavía unos críos. Ella le rechazó una noche, y luego le volvió a rechazar aquella madrugada de hacía ya tanto tiempo. Se perdieron de vista hasta los dieciséis y al encontrarse todo seguía igual, con ella muriéndose por sus huesos pero viéndose obligada a dejarlo correr. Y con él buscando sus miradas cada vez que pisaban un mismo suelo. Y finalmente se declaró, a los dieciocho años, después de un millón de cosas y justo cuando él tenía novia.

Ahora se miraba y sentía pena de sí misma. Tenía veinte años y vivía con el dolor de una viuda. Aún peor, pensaba, pues pese a tener la posibilidad de estar con él, sabía que jamás lo estaría. Tiró con furia el vaso de plástico al suelo, observando cómo el contenido se perdía entre el césped. ¿Iba a vivir siempre así? ¿Sin poder avanzar? ¿Sin poder ser feliz al completo?

Aquella noche, al acostarse, juró por su vida que aunque fuese la última cosa que hiciera, conseguiría olvidarse de él. Conseguiría borrar la historia que nunca ocurrió.

La historia que nunca ocurrióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora