14. Luke

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No supo si lo que vio fue un espejismo o si verdaderamente se trataba de aquella chica a la que tanto tiempo atrás había perdido de vista. Lo último que había sabido de ella es que se había ido a estudiar lejos, y nada más que eso. 

Reprimió las ganas de acercarse a aquella silueta femenina y saludarla. En cambio, la observó perderse entre la gente, y por un momento juró que lo que vio reflejado en aquellos ojos cuando chocaron con los suyos, era espanto. Se sintió dolido por un momento, pero enseguida escondió aquel repentino sentimiento bajo toda la capa tullida que había construido alrededor de aquel nombre que, siendo un niño, había resonado más de alguna vez en su cabeza. Se dijo a sí mismo que igual aquella no era Vivian, y que, de haberlo sido, pues bien por ella. 

Como siempre, en la mente de Luke los recuerdos y los sentimientos se peleaban hasta que no quedaba más que restos de ellos, y estos acababan siendo demasiado frágiles como para poder arrastrarse a la superficie. Ocultó la maraña de pensamientos que le vinieron a la cabeza sobre ella, sobre aquella persona que un día llegó a significar tanto para él, pero que ahora ya no le importaba ni en lo más mínimo, y la echó a un lado junto con el sueño del perro que había tenido días atrás. 

Se dirigió de nuevo al baño después de cambiarse los guantes, demasiado sucios como para sentirse cómodo, y reemprendió la labor que había dejado a medias. Se enfocó en lo que sus manos hacían y en el agua que a ratos chorreteaba del váter o le salpicaba en las gafas de protección.  Pensó en Hank y en cómo de complacido se sentiría en esos momentos si pudiera practicar algo de boxeo con él, o más bien, usarlo como saco. No sabía por qué, pero desde hacía un rato algo parecido a la rabia se había empezado a congregar en su interior. No era alguien agresivo, y aunque le gustara el boxeo, nunca, bajo ninguna circunstancia, era violento con nadie. Lo achacó a que aquel trabajo lo estaba sacando de quicio y empleó la mañana en acabar la tarea sin dejar que su mente se descentrara en tonterías. 

Se despidió de los dos empleados que le habían echado una mano durante la jornada y, tras meditarlo por poco tiempo, se dirigió a casa de Harrison, quien de seguro estaría dispuesto a darse un par de golpes con los guantes de gomaespuma. Estacionó en el jardín trasero de la casa de dos plantas que se encontraba casi en el interior del bosque que rodeaba el pueblo, y llamó al timbre. 

Sonrió cuando aquella cabellera morada, amarilla y azul asomó por la puerta. Harrison podía ser muchas cosas, pero discreto no era una de ellas. Desde que eran unos adolescentes con granos, el hijo menor de los Toresano había mostrado predilección por los colores chillones y los atuendos extravagantes. El del pelo de colores le dedicó una mirada interrogante a Luke, y luego sobreactuó una mueca de asco. 

—Colega, parece que hayas resucitado en medio de un vertedero —dijo risueño—. Deja que me piense si debería dejarte pasar en semejantes condiciones a mi casa. 

El castaño rodó los ojos, al tiempo que pasaba por la puerta echando a su amigo a un lado, con un empujón juguetón. La casa de los Toresano siempre olía a jazmín con un toque de lavanda. O bien, a lavanda con una pizca de jazmín. La verdad es que Luke no era muy bueno cuando se trataba de poner nombre a aromas. La mayor parte del tiempo solo era capaz de decir si algo olía bien o, si por el contrario, apestaba. Pero Harrison era un fanático de los ambientadores, los perfumes y cualquier olor que, según él, pudiera ser enfrascado, y años atrás le había dejado claro a Luke cuál era el ambientador exacto que usaban en casa. 

Estuvieron practicando para el torneo que Luke tenía el sábado. Solo hacían descansos para beber, o cuando charlaban sobre algunos de los aspectos a mejorar. El tiempo se les pasó volando, como cada vez que estaban juntos, y solo cuando el reloj marcó las cuatro, se dieron cuenta de que ni siquiera habían comido. Subieron a la cocina, prepararon dos de las pizzas congeladas que la familia de Harrison siempre guardaba en el congelador, y se sentaron al sofá a comer con un apetito voraz. 

Aquel día, Harrison lucía tan radiante como siempre a ojos de cualquiera. Pero no ante su mejor amigo. Algo en su mirada, y en la forma en que sus ojeras parecían oscurecerse por momentos, le hizo saber a Luke que algo le pasaba a su amigo. 

—¿Qué te pasa? —inquirió con la boca llena. 

Aquello pilló por sorpresa al chico, que de pronto dejó de reír. Desvió la mirada tan solo un instante, pero aunque luego sonrió, aquello había sido suficiente para que el de ojos oscuros comprobara su teoría. Algo pasaba y no se lo había contado. Luke levantó una ceja en su dirección, esperando una respuesta que pudiera sacarlo de la intriga. Pero el rubio —o morado o azulado o como fuese— bufó y se levantó del sofá. 

—¿Es que no me lo vas a contar? Venga Ris —rogó Bennet con mirada de cordero. Aquello funcionaba a la perfección cuando eran pequeños. Ahora, sin embargo, no estaba tan seguro de que fuera a funcionar. Pero la curiosidad le estaba comenzando a picar, y por un momento temió que su amigo le fuese a confesar alguna noticia terrible como que estuviera enfermo o algo por el estilo. Frunció el ceño, serio de pronto: —Dime qué es lo que pasa o te lo saco a la fuerza, Harrison. 

El otro lo miró con gesto cansado, y tras estar callado unos segundos, resopló y volvió a sentarse en el sofá. Para entonces, Luke ya se había hecho un millón de teorías en las que su amigo le decía que se estaba muriendo o que iba a ser padre. 

—Es por aquella chica, la que conocí el verano pasado mientras trabajaba en el centro comercial. 

Luke procesó lo que Harrison acababa de decir. Primero, le dieron ganas de darle una patada al chico a su lado por casi haber provocado que le diera un infarto. Luego, lo miró con un atisbo de preocupación al ver que no decía nada más. Y finalmente, volvió a molestarse con él al darse cuenta de qué era aquello que tan mal tenía a su amigo. Recordó lo que Harrison le había contado hacía unos días: la chica de la tienda de electrodomésticos le había dado plantón. 

—Por Dios Ris, ¿en serio estás así por un plantón? ¿Es que acaso tenemos quince años? —preguntó con la clara burla en su voz. 

—No tienes ni idea, Luke.

—Oh, claro que tengo idea. ¿Cuántos plantones te has llevado en tu vida, Harrison? Dime, ¿cuántos? A esta ni nos la presentaste, no sería tan importante.

Y es que el historial de Harrison en el amor era un tanto tétrico. Sus amigos a menudo le decían que era demasiado intenso y demasiado frágil, que demostraba demasiado en muy poco tiempo y que eso asustaría hasta a una mosca. A él aquellas palabras le dolían, pero siempre contestaba que no podía evitar ser así, y que ya encontraría a alguien para quien sus palabras dulces no fueran motivo de burla o huida. Luke seguía mirándolo con gesto divertido, y eso lo cabreó. 

—Cállate, te digo que no tienes ni idea. Hemos estado quedando por meses. Sentimos cosas, los dos, pero qué vas a saber tú de eso. 

La conversación estaba adquiriendo un tono de discusión incómodo al que ninguno de los dos quería llegar. El castaño se dio cuenta de qué quizá se había pasado, y no quería seguir por ese camino porque además, al escuchar las palabras de su amigo, no pudo evitar que por su mente se asomara la melena azabache que lo había llevado a dudar de sus sentidos unas horas atrás. Apartó el recuerdo lo más veloz que pudo de su cabeza, y decidió dejar de comportarse como un capullo con Harrison. 

—Perdón Ris, no quería sonar como un tremendo cabrón. Puedes contarme lo que sea, ya lo sabes. 

Observó cómo este dudaba. Quedaba a la vista que no sabía si debía hacerlo o no. Pero lo conocía lo suficiente como para saber que al final lo acabaría soltando. 

—Me he enterado hoy, por eso estoy así —dijo apartando la mirada y suspirando—. No me dio plantón, tuvo un accidente y está en coma.  







La historia que nunca ocurrióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora