¡ES UN MALDITO VESTIDO DE NOVIA!
— ¿Por qué me tengo que poner esto? —le pregunto a Aleissandrina.
Ella se gira y me mira con asco.
— No hagas preguntas, niña, y cámbiate, o nos darán las uvas.
Me vuelvo de nuevo y me empiezo a quitar la ropa. Tirito cada vez más. Cuando por fin estoy desnuda, me pongo el vestido, pero no alcanzo a abrocharme la cremallera.
— Esto... ¿Aleissandrina?
Ella bufa y sube al carruaje. Me extraña que sea tan alto como para que quepamos de pie. Es casi como si lo hubieran diseñado a posta.
— ¡Estás temblando! —exclama al verme.
— Estamos en navidad, ¿qué esperabas?
— ¿Es que no sabes cerrar puertas?
Ahí va. Pues se me había olvidado que el carruaje tiene una puerta. Ella pone los ojos en blanco y empieza a subir la cremallera. Yo miro hacia abajo y lo primero que veo es el vestido blanco, ¡como para no verlo! Es tan pomposo...
Es también de palabra de honor. En realidad, es muy bonito.
Aleissandrina acaba de subir de la cremallera y me gira, me mira a los ojos y después empieza a examinarme de arriba a abajo.
— Una piel bonita, sí. Pero vamos a hacerte algo con ese pelo.
Me hace un recogido bastante cuco, utilizando material de un maletín de que contiene maquillaje y otras cosas para el pelo.
Después, me maquilla un poco. Me pone un collar de perlas en el cuello y se saca una pulsera del bolsillo. Un momento, ¿ese vestido tiene bolsillos? Me miro los pies mientras ella me pone la pulsera. Ugh, sigo con las botas. No pega mucho, que digamos. Cuando me volteo un poco, veo que la pulsera es la de las serpientes entrelazadas, dándose un beso y formando un corazón. La pulsera que me regaló Draco.
— Bien, niña. Siéntate —me pide Aleissandrina.
Le hago caso y ella empieza a examinarme las botas. Después de un segundo, dice con un tono enfadado:
— ¿A qué estás esperando, a que te las quite yo? No pienso tocar eso ni con guantes.
Se refiere a mis botas. Sí, están un poco desgastadas, y pasadas de moda, pero al parecer, para Aleissandrina son un delito. Me las quito y dejo ver unos calcetines, que tras la mueca de asco de la modista, me quito precipitadamente.
Ella saca unos tacones blancos de debajo del asiento de donde estaba ella.
— ¿Qué hacían ahí? —pregunto, extrañada.
Esto cada vez me huele más raro.
— Póntelos y cállate.
Le hago caso y me los pongo. Ella me ofrece una mano y yo se la beso, por si a caso.
— No, ¡que te pongas de pie! —dice. Me ruborizo: el beso me lo podría haber ahorrado.
Ella hace que me de una vuelta sobre mí misma. Cuando paro y la miro, veo que sonríe, radiante. Por primera vez parece inofensiva.
— ¿Vamos a una fiesta de disfraces?
Uy, la he pifiado, porque se le va el poco rostro amable que me acaba de dedicar para cambiarlo por uno muy asesino.
— ¿Te crees que me tomaría tantas molestias por una estúpida fiesta de disfraces, niña?
Trago saliva.
— Lo siento.
— No importa. Hoy es un día muy importante para ti, así que te lo perdono. Venga, pega al cristal.
Me quedo mirándola con cara de "¿de qué manicomio has salido?".
— ¿Qué? —replica ella, claramente molesta — No pretenderás que una dama como yo le de a una cosa tan vulgar como lo es ése cristal, ¿no?
Capto la indirecta y le pego al cristal una palmada. Mientras el carruaje se pone en marcha, veo cómo sonríe Aleissandrina.