Hace casi un año Barbie y yo decidimos que los sábados desayunaríamos en IKEA porque la comida es buena y barata, y porque así tendríamos una excusa para perdernos entre los pasillos laberínticos de la tienda. Anotaríamos en nuestra libreta de nuestros planes a futuro el nombre de los productos que más nos gustaran para que cuando por fin lográramos encontrar un lugar al cual poder llamar nuestro, no nos olvidáramos de los modelos. Nos pasábamos horas ahí, pretendiendo vivir en las salas de exposición para tratar de llegar a un entendido respecto al diseño del apartamento que aún no tenemos y como si el dinero no fuera un problema. No que lo fuera para ella, pero no quiere hacerme sentir mal.
Un minuto vivíamos en un estudio de cuarenta metros cuadrados ambientado como una cabaña rústica y al siguiente teníamos una biblioteca de ochenta, decorada con candelabros y acabados de maderas finas, en una habitación de estudiantes, en una cocina digna de un chef de televisión. Nos tomábamos fotos y posábamos como si los muebles en el fondo no tuvieran una etiqueta colgando, viviendo mil vidas distintas, todas juntos.
De vez en cuando compraríamos un producto o dos, un pequeño banquillo o un marco para fotos, un perchero de madera, una lámpara de papel y un par de bombillos inteligentes. Lo pusimos todo en una par de cajas en el garage de sus papás, esperando a que llegara un día con un camión de mudanza y nos dirigiéramos a alguna ciudad cercana en los Estados Unidos a empezar el resto de nuestras vidas.
La costumbre nos duró dos seis meses y desde entonces no hemos vuelto a ir, pero hoy me ha despertado con una llamada y me dice que me recogerá en veinte minutos para retomar la costumbre. Que se le han antojado las albóndigas con salsa escandinava y que le gustaría invitarme también. Obviamente acepto.
Barbie llega más arreglada que de costumbre, como si en vez del comedor de IKEA fuéramos a un restaurante elegante, de esos a los que sus papás acostumbran llevarla. Trae un par de gafas oscuras turquesa, una pañoleta de una marca italiana y una blusa de georgette. Se ve muy linda y me hacer sentir un poco culpable de solo haberme puesto una playera deslavada con el logo de una banda de hair metal y un par de vaqueros desgastados. Ella inmaculada, yo un atuendo de una tienda de descuento.
Me sonríe y yo le sonrío de vuelta, entrelazamos los dedos de la mano, pero nos soltamos porque nos lastimamos del apretón. Me dice que los moretones de la cara ya casi ni se me notan, me pregunta si estoy usando una nueva playera, le digo que no, que ella me la regaló cuando cumplimos tres meses. Me dice que lo sabe.
Aún queda mucho que trabajar, pero en estas últimas semanas hemos aprendido a comunicarnos mejor, a no olvidarnos de decirnos:
—Te quiero.
—Te quiero.
Y a considerar las emociones del otro, nuestro director, que se graduó originalmente de la facultad de psicología, ha sido nuestro terapeuta de pareja y según lo estamos percibiendo, vamos avanzando. Barbie pone su lista de reproducción y nos conduce a la tienda Sueca, platicamos en el camino acerca de películas que tenemos en la lista de ver, acerca de lo mucho que extrañamos la comida de este lugar. Barbie dice que los restaurantes caros no le saben lo que McDonalds o el buffet de IKEA, le digo que no tiene que pretender por mí, responde que no lo está haciendo, pero sé que es una mentira.
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Cielo por tu Luz
Teen FictionTodos tenemos tres amores en la vida... Cuatro años después de desvanecerse sin dejar rastro, Lucía Hernández regresa como si nada a Santa Elena, poniendo de cabeza todo a su paso, especialmente el mundo de Alex, su ex-novio, a quien dejó con mentir...