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En las afueras de la ciudad, el príncipe de Alpenglow sumergía su cabeza en un cuaderno rayado por anotaciones y unos cuantos garabatos

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En las afueras de la ciudad, el príncipe de Alpenglow sumergía su cabeza en un cuaderno rayado por anotaciones y unos cuantos garabatos.

Frente a él, a través de una de las ventanas de la habitación en donde se encontraba, el atardecer entraba como rayos de sol e iluminaba su cuerpo tumbado en la hundida cama de madera. Tenía la cabeza puesta sobre el cabecero con un lápiz colgando de su boca.

«Debe haber una forma de que acepte sin que nos rechace —pensó para sí mismo—. No querrá ayudarnos si se le dice directamente. Tengo que ser discreto».

Su mirada estaba puesta sobre el techo. Al final de la cama, sus pies no dejaban de sacudirse mientras pensaba como jamás antes había sucedido. La piel de sus labios estaba agrietada por morderla inconscientemente.

Un mes atrás, la situación en donde él y su país se encontraban se había desatado. La maldición que dormía bajo el reino ahora estaba despierta, y la oscuridad destructora que venía después ya estaba consumiendo lentamente parte del territorio. Y a pesar de que ya había pasado algo de tiempo desde que todo había iniciado, el problema en el que se encontraban inmersos seguía siendo su agobio principal.

Aquello era todo lo que consumía su mente, todo en lo que pensaba. No podía comer bien por la ansiedad y creía que eso le había hecho adelgazar unos cuantos kilos. La culpa le taladraba el cerebro en las noches y los pensamientos no le dejaban descansar. Incluso estar consciente de que nadie en el país, excepto su familia y el Consejo Real, sabía lo que iba a suceder con el reino, ya que los reyes habían decidido que por el momento no era necesario alarmar y alborotar la desesperación en el pueblo, le ponía a sudar frío. Reconocía, sin embargo, que había buscado encontrarse en ese estado. Había sido débil. Se dejó llevar por las manos de otros, y aunque la culpa no recaía totalmente sobre él, había sido la persona que hundió el paso decisivo.

Las consecuencias que podían traer sus actos, en el momento, no habían sido un tema de interés que le alarmara. No hasta que ya todo estuvo hecho. Por lo tanto, su errónea decisión había provocado entonces que su país encontrara la destrucción muy pronto. Si es que no se esmeraba antes en encontrar un plan que fuera capaz de poner la profecía en acción y, luego, atraer la ayuda que los salvara.

Sin embargo, eso ya estaba en juego. Queriendo enmendar su error, les había prometido a los reyes que encontraría la forma de restaurar todo. Ellos, en su desesperación, habían aceptado la ayuda que se les presentó. Pero de lo que no estaban conscientes era que el muchacho no sabía ni en lo más mínimo qué tenía que hacer.

El príncipe se levantó de la cama, dejando el cuaderno atrás, y caminó recto hacia la ventana. Recargó sus brazos en el marco y observó con detalle el horizonte. El sol ya estaba a punto de desaparecer. Apenas y se veían las torres del castillo como una mancha a lo lejos.

Suspiró y bajó la mirada.

No era un secreto que extrañaba arrastrar sus pies por los inmensos e interminables pasillos de su hogar. Subir a la punta de la torre más alta y observar cada amanecer y atardecer desde el mirador en su cima. Tomar las cenas con sus padres en el gran comedor mientras charlaban sobre lo que había sucedido en el día...

Persuadida SalvaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora