La primera vez que sentí que mi mundo se derrumbó fue cuando recibimos una noticia de mis padres.
Tenía ocho años, mi hermano diecisiete.
No sabía en concreto cuál era, cómo o porque pasó, mi hermano nunca me lo dijo, pero comencé a sospechar cuando el supuesto viaje por trabajo se extendió por años.
Cuando yo preguntaba por ellos, mi hermano solía decir que no era algo por lo que debía de preocuparme, que mientras él siguiera conmigo todo iba a estar bien.
¿Pero lo estaba? ¿Él se sentía bien?
Muchas veces lo había escuchado llorar en el baño; sin embargo, cuando preguntaba porqué, me esquivaba y se encerraba en su habitación, él no salía hasta el día siguiente cuando me pedía perdón sin —por lo que yo creía— ningún motivo.
No fue hasta que cumplí doce años, esperé por mis padres, seré sincera, ellos nunca fueron el prototipo de padres perfectos, no demostraban muchas emociones, pero nos querían a su manera. Papá era algo serio, estricto, pero siempre decía que estaba orgulloso de nosotros, mamá no era de dar muchos abrazos o cariños, pero siempre dejaba un beso en nuestras frentes a la hora de dormir, ellos tenían peleas, sí; sin embargo, no era algo que no pudieran solucionar.
Pero como los tres años atrás, no llegaron.
No lloré, pero si le pedí la verdad a mi hermano, ya había aguantado todos estos cuatro años y presentía que me ocultaba algo.
