Capítulo 60 - Sin cuerpo no hay delito

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60 | Sin cuerpo no hay delito

Olivia Audevard

Sábado, 7 de agosto

La lona parece deshacerse entre mis dedos antes de golpear el suelo. Juraría seguir sintiendo su tacto, ese rastro de polvo que ha endurecido y afilado su toque. También juraría que no he dejado de agarrarla en ningún momento, pero debe haberme fallado la fuerza porque ahora cubre mi calzado.

Al bajar la mirada a mis pies, quiero vomitar.

El color blanco, oscurecido por la suciedad y humedad, esconde mis zapatillas y roza mis tobillos. Alcanza mi piel de una forma descuidada que me tendrá limpiándome una y otra vez en la ducha en cuanto salga de aquí. El malestar se levanta desde mis pies hasta alcanzar cada una de mis extremidades y hace una pausa en mis pulmones cuando su frío agarre presiona con fuerza.

Por una vez el miedo que siento no viene por mi seguridad.

Ramírez pasa frente a mí. Me obliga a dar un paso atrás y se agacha junto al cuerpo. Saca un bolígrafo de su propia cazadora y empuja con la punta el abrigo del cadáver como si buscara algún bolsillo interno del que sacar su identidad, pero, en cuanto se fija en el color de su ropa, se echa hacia atrás con los hombros rectos.

Lo sabe, igual que yo.

Todos estos años he sentido que eran estas paredes las que guardaban la esencia de mi padre, que mi infancia había sido protegida y envuelta junto a su recuerdo en un lugar al que terminaría volviendo si esperaba el tiempo suficiente. Aun así, mis pesadillas nunca han pintado con bellos colores esta casa. La oscuridad se aferraba a ella con veneno, esperando tras las puertas cuando soñaba con tardes dibujando bajo la mesa del despacho de mi padre. La luz de su recuerdo cubría la habitación, pero siempre podía sentir los horrores meciéndose contra mi cuerpo como el mar intentando arrastrándose hacia su profundidad si apartaba la mirada de él.

Supongo que, en el fondo, siempre lo supe. Tu mente puede dañarse, pero tu cuerpo no olvida. Tu cuerpo lleva la cuenta de cada trauma, de cada herida física y emocional. El mío lo hizo. Se extendió sobre mis manías, mis pesadillas y mis inquietudes. Pintó su color sobre cada detalle que me hacía ser yo misma en forma de advertencias hacia las que nunca miré.

Tenía demasiado miedo de lo que habría al otro lado.

Quizás, de haber escuchado lo suficiente a mi subconsciente, hubiera entendido años atrás que la de mi padre no fue la única vida que quedó encerrada entre estas paredes. Mi padre y su asesino se quedaron aquí como dos partes de una historia inacabada, reviviendo su eterno tormento tras unas puertas que nadie ha vuelto a abrir en años. La sola idea me resulta una tortura.

—¿Sabías esto? —pregunta Ramírez a mi madre.

—¿Me creerías de decirte que no?

Ramírez envuelve el bolígrafo en un trozo de papel antes de devolverlo a su bolsillo.

Tiene más fuerza que yo porque, mientras que él mira hacia mi madre como si intentara darle algo de tiempo para corregir sus palabras, yo solo soy capaz de mirarle a él. Al menos hasta que mis ojos deciden trazar el cuerpo a sus pies. La ropa que ese hombre una vez llevo ahora está raída. Ha perdido gran parte de la forma y se adhiere con un toque que visualmente podría describirse como duro contra lo que queda al otro lado.

La forma de ese rostro ha desaparecido con el tiempo y me pregunto cómo es que no he vomitado todavía. Cómo es que puedo sentir tanto alivio mientras mi corazón martillea con tanta fuerza que amenaza con salir de mi pecho.

La promesa de AsherDonde viven las historias. Descúbrelo ahora