Capítulo 3 - Mañanas en París

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3 | Mañanas en París

Olivia Audevard

Cierro las manos contra mis mantas, con la mirada en la puerta porque ni siquiera con la llave echada soy capaz de sentirme segura. Mi corazón lleva acelerado horas y la culpa me carcome al seguir sentada en mi cama en vez de haber ido a la presentación del curso al que estoy apuntada.

He venido a París por ese programa preuniversitario, pero, en vez de estar buscando las oficinas en La Défense, sigo en el séptimo distrito, preparada y sin ganas de levantarme e ir.

Mi madre tenía razón en algo y es en que las mudanzas no son sencillas para mí. Nunca he sabido lidiar con los primeros días y ya no porque no lo haya intentado, sino porque una parte de mí salta en mi contra en cuanto cambio de casa. Tiendo a estar más alerta, alterada hasta el punto de esconderme las primeras noches en el rincón más pequeño y protegido que pueda encontrar y, aun así, a no poder cerrar los ojos. No acostumbro a dormir demasiado esos días. Suelo hacer más ejercicio para intentar cansarme, pero tampoco funciona. Eso me afecta por completo. Afecta a mi irritabilidad -me hace saltar más fácilmente- y, algunas veces, como ahora, me impide comportarme como debería.

Me ha pasado desde siempre y nadie ha sabido darme una razón. A los ocho años una psicóloga infantil intentó hacerlo. Según ella yo uno las mudanzas con el estrés que me generó la noche anterior a la primera. ¿A quién no le crea estrés que su padre haya muerto asesinado?

Tiene sentido, pero yo no termino de aceptarlo. De ser así el tiempo debería haberlo curado. El terror absoluto que siento tras mudarme, a mi edad, no es algo que sea provocado únicamente por "una situación de estrés cuando tenía siete años". No consigo creer que sea así, pero, si hay algo más, no soy capaz de verlo. Ni yo ni los psicólogos infantiles que en su día me trataron.   

Hago girar la tarjeta de transporte a la que ya le he pegado mi foto. Mis dedos presionan la imagen cada vez que la muevo. No quiero verla, no quiero verme.

Mamá solía decirme que de niña no pudieron ayudarme porque yo no quería ser ayudada. Mutismo selectivo, le llamaron. Dijeron que sufrí un trauma tan severo que me encerré en mí misma. Protegí todo, incluso mis palabras. Ojalá hubiera hablado más. Quizás entonces no me sentiría tan perdida como lo hago a día de hoy. Puede que así ya no permaneciera despierta sentada en mi cama hasta altas horas de la madrugada. Quizás así no tendría que revisar que la puerta esté cerrada cada pocos minutos y mi corazón no me rogaría meterme bajo la cama incluso cuando no hay espacio para esconderse ahí.

Sí, los primeros días tras una mudanza sacan la peor parte de mí.

Muevo la tarjeta de transporte, la Navigo. Hago tiempo hasta mandar un correo a los organizadores para decirles que no me encontraba bien esta mañana y que no he podido ir a la presentación a sabiendas de que mañana tendré que ir directamente al inicio de las clases. Luego me pongo un cárdigan fino sobre mi vestido blanco y salgo de mi habitación.

Al contrario que hace unas horas, ahora el piso está lleno de vida. La luz ilumina el pasillo, algunas de las puertas están abiertas, y las conversaciones fluyen en francés por la cocina. Las palabras llegan a deslizarse hacia alguna de las habitaciones y se intercalan con suaves risas y distintos tonos.

No reconozco a nadie más que a Ansel.

Ansel está sentado junto a la isla de la cocina, con un codo sobre el mármol y riendo de algo que un chico pelinegro acaba de decir. Pronto tanto Ansel como la chica castaña a su lado empiezan a soltar un "Uh" como pulla hacia el pelinegro mientras él cocina. El pelinegro les dice algo que hace que Ansel murmure hacia la chica para luego reír los dos.

La promesa de AsherDonde viven las historias. Descúbrelo ahora