49. Te perdono.

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28 años | Anggele

Enero

Nueva York, Estados Unidos.

La nieve seguía siendo fastidiosa y el frío también, cosa que me irritaba.

—¿Qué tal con Demián? —me pregunta mamá a mi lado.

—Solo tengo siete semanas de embarazo y ya me quiere matar —ruedo los ojos, recordando los últimos días y todos mis cambios de humor—. No me soporta. Aunque, pensándolo bien, ni siquiera yo me soporto.

Había estado mal con todo este tema de estar embarazada. Desde que volvimos de Australia, hace unas tres semanas, mis malestares prenatales incrementaron. Me fastidian más olores de los que creí: la salsa de tomate, el ambientador que usamos en casa, la gasolina, mi perfume, el perfume de Demián. Dios, de tan solo pensarlo me estremecí.

—No puedo hablar por todas las mujeres, pero en mi caso, esa etapa no me duró toda la vida —me dijo—. Solo tienes que relajarte y disfrutarlo.

—Lo intentaré.

Sigo mirando por la ventana del taxi, mientras íbamos de camino al hospital.

No estaba muy convencida con lo que íbamos a hacer, pero luego de una larga conversación con mamá, pude entrar en razón. Luego de mil años.

—¿En serio debemos hacer esto? —cuestiono por millonésima vez.

—Anggele, yo voy al hospital porque es algo que siento que debo hacer, ¿comprendes? —me dice, buscando mis ojos—. Me gustaría que intentaras pensar como yo un poco, entonces entenderás por qué lo hago.

—¿Por qué lo haces? —ladeo la cabeza.

Ella relame sus labios y toma una lenta respiración.

—El perdón, para mí, no es exonerar a una persona de sus errores, de olvidar lo que hizo o solo dejarlo todo como está. Para mí, el perdón, es liberar el corazón de todo aquello que lo ata y quitarle un peso que no le pertenece —me mira y me sonríe—. Quiero estar tranquila por las noches cuando duerma, no porque yo haya hecho algo malo, sino porque seré capaz de perdonar todo el daño que me hicieron para poder estar en paz.

Mamá tenía razón, tal vez, si tuviera un poquito de su corazón, podría ser más empática. Miranda Stevenson era un ángel caído del cielo, con un alma tan pura que no tenía la capacidad de odiar a nadie. La amaba por eso. Ella era mi lado bueno.

¿Javier Anderson merecía mi perdón? No lo sé, pero intentaría averiguarlo.

Cuando llegamos al hospital, mi madre y yo nos tomamos de la mano, como si ambas necesitáramos la fuerza de la otra para poder hacer esto. Mamá se veía tranquila, yo, por otra parte, me estaba muriendo de los nervios. La última vez que vine, no salió todo tan bien como esperaba.

Mientras subimos las escaleras ninguna de las dos dijo nada, pero cuando nos encontramos con Karen en el pasillo, el aire se volvió tenso. Ella y mi madre se dieron una larga mirada, hasta que la última sonrió.

—Hola, Karen —la saludó con una sonrisa sincera y amable—. Que bueno verte.

—Miranda —dijo la otra, sin más—. Anggele.

Yo ni siquiera respondí, no quise.

—Esperamos no incomodar, solo queríamos saber si podemos ver a Javier —informó mi madre con un tono informal y amigable, tan tranquila que me puso los pelos de punta— Si no es molestia, por supuesto.

—Está dormido, lo sedaron porque estaba muy dolorido —explica la castaña, con una expresión que demuestra su aflicción.

—Tan solo queremos verlo, eso es todo —insistió mamá.

Solo porque sí (Saga D.W. 3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora