23 años | Demián
Octubre
Otro día más aquí y me estoy volviendo loco. ¿A quién se le ocurrió la maravillosa idea de abrir una empresa? ¡Ah, sí! A mí. Puto día en el que pensé en eso. ¿Qué quiero hacer ahora? Mandarlo todo a la mierda y olvidarme el mundo por solo instante. ¿Eso es mucho pedir?
La puerta se abre de sopetón, un Sebastián con el ceño fruncido camina hacia mí escritorio y se sienta en la silla vacía.
—Mátame tú antes de que yo mismo lo haga —gruñe y cierra los ojos.
—Lo haría, pero eso sería un daño gravísimo para mí imagen —me encogí de hombros—. Lo siento, tendrás que hacerlo por ti mismo.
—Dios, odio esto —suspira y me mira—. ¿En qué momento se nos ocurrió hacer esto?
Me río y no digo nada, él solo se acomoda en la silla y sigue refunfuñando.
—No te quites la corbata —le advierto, el pelinegro entrecierra los ojos y tira del nudo—. Sebastián...
—¡Ups! —suelta una carcajada antes de enrollar la tela en su mano, hacerla una bolita y lanzarla en mi dirección.
—Infeliz.
—Idiota —contraataca sin borrar la sonrisa.
¿Lo mejor del trabajo? Estos momentos, sin lugar a dudas. Tener a Sebastián fastidiándome la vida es algo que alegra mis días y los hace menos monótonos, como lo vienen siendo desde hace algún tiempo.
—¿Has sabido algo de ella? —cuestiona de pronto, dejándome sorprendido.
—No, no he hablado con ella desde hace meses, Sebastián, ya te lo había dicho —espeto con más brusquedad de la necesaria, él eleva sus manos en señal de disculpa—. Perdóname —solté el bolígrafo sobre el escritorio y apreté el puente de mi nariz—. Solo es algo de lo que no quiero hablar en un buen tiempo. Además, estoy ocupado con el trabajo, no puedo distraerme con eso.
—Lo sé —murmura—. Solo pensé que te gustaba.
—Me gusta, pero ella misma decidió alejarse... —niego—. Yo no soy nadie para retenerla.
Anggele había tomado su decisión y yo debía respetarla, así como todos los demás deberían aceptar la mía de sacarla de mi cabeza y de no tocar el tema por lo menos en mi horario de trabajo.
—Las cosas no siempre salen como queremos —dice el pelinegro mirándome con sus ojos grises—, pero eso no quiere decir que estén mal. Solo es cuestión de perspectiva.
—¿Ahora andas de psicólogo? —me burlo, ignorando el hecho de que sus palabras calaron muy hondo.
—Cuando tengo tiempo libre —me guiña un ojo antes de levantarse—. Bueno, debo hacer cosas.
—Sí, mejor ponte a trabajar, no me hagas despedirte —le advierto, él bufa.
—Como si pudieras —se acerca al escritorio para tomar la corbata y enrollarla en su mano—. Por cierto, ¿Mariana?
Arquea una ceja, refiriéndose a mi secretaria.
—Sí, ¿qué tiene? —ladeo la cabeza.
—Nada, solo pensé que no hablabas con las mujeres de la universidad —se ríe y se rasca la sien—. Vamos, Demián, ni siquiera tenías citas. Una que otra y porque te obligaba.
—Odio las citas —frunzo la nariz.
—No, odias a las mujeres —sonríe—. A excepción de cierta rubia. Nos vemos, hermano.
Y se va, dejándome ahí como idiota, haciendo lo que se supone no quería hacer: pensar en Anggele.
Ay, Demián. Mi pobre y sensible Demián.
¿Quién quiere darle un abrazo?
Automáticamente todas:
Seguimos sin computador, entonces creo que voy a apegarme a mi regla de actualizaciones los martes y jueves, dándole chance para que la arreglen.
Los amo.
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Solo porque sí (Saga D.W. 3)
RomanceAnggele y Demián. Demián y Anggele. Del mismo modo y en sentido contrario. Separados son un caos; juntos, una catástrofe. Son el uno para el otro. Están hechos para complementarse mutuamente. Pero, ¿lograrán darse cuenta a tiempo? Ninguno quiso que...