Capítulo 19

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La alarma de mi móvil suena, retumbando por las paredes de la habitación, y despertándome. La decepción me recorre al darme cuenta de que me tengo que levantar de la cama e ir hasta Brooklyn. Entonces un poco de ilusión me hace moverme por la cama, buscando algo, mejor dicho, a alguien.

Muevo la mano por el colchón, removiendo las sábanas. Y no es hasta que no noto ningún cuerpo humano en la cama, que no me doy cuenta de que el edredón está frío en el lado contrario al mío. El corazón se me hunde, noto como late más lento. El pecho me empieza a doler un poco, y un nudo se forma en mi garganta. El cual intento quitar suspirando hondo.

Me levanto de la cama con malas ganas. El cuerpo me pesa por la pereza y la decepción. Me dirijo a mi mesilla, para coger el móvil. Me sobresalto al ver un post-it sobre este. El corazón se me acelera cuando logro reconocer de quién es la letra tan desastrosa.

                <<Rubia, siento haberme ido sin decir nada. Tengo una cosa familiar. Estate bien con tu madre allí, y si necesitas algo, escríbeme. Tengo pensado compensarte esto pronto.>>

Para cuando termino de leerlo, a penas puedo sostener la hojita de lo que me tiembla el pulso. La emoción corre por mis venas, a pesar de que sigo un poco triste por que no esté aquí.

William Kaest, ¿Qué me has hecho? Tú y yo no somos ningún cliché. No somos hermanastros, no es el chico malo, tampoco tiene a demasiadas chicas detrás. No hay nada de él que necesite ser cambiado, y desde luego no es un chico sacado de un libro. Entonces ¿Qué me hizo enamorarme de él, sentir esto cada vez que me dice “rubia”? No somos polos opuestos y mucho menos almas gemelas. No nos detestamos pero ¿nos amamos? Amar… que palabra tan grande.

Unos golpecitos suaves interrumpen el hilo de mis pensamientos, trayéndome de vuelta a la asquerosa realidad – La cual es que son las siete de la mañana y estoy despierta, un domingo –. Mi madre asoma la cabeza por el huequito de la puerta ahora abierta. Me sonríe dulcemente, dedicándome una mirada cálida. Yo se la devuelvo, asintiendo para que entre en la habitación.

                – Cariño, ¿Has hecho la maleta? –. Niego con la cabeza antes de decirle que no. Busco por mi habitación con la mirada, hasta encontrar mi maleta cerrada en su sitio. – Vale, pues… Te dejo para que puedas hacerla tranquilamente –.

Me acerco a ella para darla un fuerte abrazo. Noto como suspira en mi pelo. La acaricio la espalda, tratando de consolarla, y la tristeza vuelve a mí. Un aire melancólico nos invade en el cuarto. El pecho me empieza a doler un poco, haciéndome abrazarla más fuerte para intentar aliviarlo. Cuando puedo notar que está un poco mejor, me separo cuidadosamente de ella, mirando su rostro. En el puedo observar unas pocas lágrimas, y me hundo más en mi misma, me horroriza verla así, me quema como nada. Ver a la persona que ha estado para mí siempre destrozada… Rompe tanto que ni con palabras se podría explicar.

Noto como mis ojos se humedecen ligeramente, y me clavo las uñas en la mano para no derramar ni una sola gota. Tengo que ser fuerte por las dos. Cuando mamá se gira, abro la boca para decir algo, pero el nudo que tengo en la garganta me lo impide. Trago grueso y me doy la vuelta dirigiéndome a la maleta, esperando a oír como la puerta se cierra para cogerla.

El peso de esta al levantarla me extraña. No recuerdo haberla dejado hecha la última vez que la utilicé. Me sorprendo al ver toda la ropa dentro de la maleta negra. Está perfectamente doblada, y lo más extraño es que no está para nada arrugada. Las suposiciones vuelan en mi cabeza, pero ninguna parece ser lo suficientemente convincente. Incluso me he llegado a plantear que… No, imposible. Sacudo la cabeza borrando el pensamiento de mi mente. Me dirijo a mi armario, para coger alguna cosa que no esté ya dentro. Voy al baño, para revisar si falta algo, pero por muy raro que suene, todo está dentro, no necesito meter nada más.

Contigo y sin tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora